“Álvaro: lo he estado pensando mucho y después de varios desvelos me decidí. Quiero ser un emprendedor, ¡voy a ser un emprendedor”. Este fue el comienzo de una charla que en estos días sostuve con un amigo y cliente que, entusiasmado, me daba la noticia que, según me dijo, “me va a cambiar la vida”. Por supuesto, me alegró, pero no había escuchado el resto de la historia.
Y esa parte desdibujó mi sonrisa y provocó que cambiara el tono de mi voz. Desde que lo conocí, hace unos tres años, estaba parado al borde del acantilado, pero no se animaba a dar el salto y abrir sus alas para comenzar a volar en busca de sus sueños. Por aquel entonces, ya sentía que su vida carecía de sentido y en su cabeza daba vueltas la idea de dar un giro de 180 grados.
Sin embargo, como suele ocurrir, postergó una y otra vez. Se conformó con ese trabajo que odiaba, “pero que me paga las cuentas”, y eligió quedarse en la zona de confort. “Al fin y al cabo, en esta empresa conseguí el dinero para comprar mi primer automóvil, estoy terminando de pagar mi casa y mis hijos pueden ir a un buen colegio”, se justificaba. En el fondo, deseaba cambiar.
Solo que, como la mayoría de las personas, no se animaba a dar el primer paso, el más importante. Después vendrán otros decisivos, cruciales, pero el primero siempre es el más importante porque es el que te pone en marcha, el que te permite salir del estado de postración. Y lo dio, finalmente lo dio, cuando apareció el coronavirus y las autoridades ordenaron el confinamiento.
Dado que durante todo este tiempo de manera infructuosa lo había animado a soltar las amarras, le pedí que me contara más, que me contara qué había decidido hacer. Mi amigo es contador y durante más de 25 años estuvo ligado a la misma empresa. “Renuncié, Álvaro, ¡renuncié! Ya le dije a mi jefe, bueno, a mi exjefe, que no volvía a la oficina después de que termine el confinamiento”.
Su determinación me encantó, pero la alegría fue efímera. “Inclusive -me dijo-, ya conversé con él y apenas me retire me voy a convertir en contratista de la empresa. Voy a seguir haciendo lo mismo de antes, solo que desde mi casa”, relató. “Y me aseguró que va a apoyarme, que me va a ayudar a conseguir más clientes. Ahora sí se acabaron mis problemas, Álvaro, ¡se acabaron!”, agregó.
Tan pronto escuché eso, en mis adentros se prendieron las alarmas. “No, no se acabaron, apenas van a empezar”, pensé en silencio. “Me alegro por ti. Te deseo la mejor de las suertes en esta nueva etapa”, fue lo único que atiné a decir intentando no dañarle ese momento de alegría. Sin embargo, dado que la charla la sosteníamos a través de Zoom, el cambio de mi cara me delató.
“¿Qué pasa, Álvaro, no te parece bien?”, me preguntó. Por unos microsegundos, hubiera querido tener la habilidad para mentirle, para decirle que sí, pero no soy así. Y si hay algo que no me permito es ser deshonesto con mis amigos y mis clientes, así que no hubo más remedio que aceptar la desazón. “Pensé que la decisión que ibas a tomar era distinta, es solo eso”, dije.
A lo largo de más de 22 años de trayectoria en los negocios digitales, la mayoría de ellos como formador de otros emprendedores, me he enfrentado a un problema común: el riesgo de terminar convertido en un autoempleado, cuando lo que buscamos es ser emprendedores. Y es algo que me preocupa, porque son de las ocasiones en las que la medicina resulta peor que la enfermedad.
En los últimos tiempos, el concepto de freelance o autónomo (como se conoce en España) se ha vuelto muy popular. Y no por motivos positivos: es el rótulo que adquieren aquellas personas que salieron del ámbito laboral formal, generalmente despedidos de sus cargos. Si no logran ubicarse de nuevo con rapidez, solo les queda una salida: comenzar a operar como independientes.
Agobiadas por la crisis, hartas de un trabajo que no las hace felices e impulsadas por la riesgosa tendencia de la reinvención, muchas personas están dando un paso que las conduce al precipicio, que en la práctica es un salto al vacío. No es lo mismo ser emprendedor que ser autoempleado. ¡Cuidado!
Quizás ya no están atados a un contrato laboral, ni a un horario fijo. Sin embargo, su vida es la misma de antes, o peor, porque ya no disfrutan de beneficios como un salario fijo al final del mes, primas, vacaciones o cesantías. Además, están sometidos al vaivén del mercado: un mes puede ser muy bueno, pero no sabes cómo serán los siguientes, o simplemente los pagos se retrasan.
Más allá de esto, un menú de dificultades a las que también nos enfrentamos los emprendedores, el problema radica en que siguen atrapados en esa vida que no los satisface, desconectada de sus sueños y en la que la rutina consume sus días, sus energías, sus ilusiones. Se quitan de encima a un jefe que seguramente odian, pero muchas veces no se dan cuenta de que consiguen otro similar.
¿Quién? Ellos mismos. Ya no trabajan para un solo patrón, sino para dos o tres, que los someten a las mismas prácticas de antes: estrés, falta de reconocimientos y estímulos, pagos inferiores a su real valor. Es como si te estuvieran haciendo el favor de contratarte, de ahí que su objetivo es aprovechar su fragilidad laboral, explotar tu necesidad. Y eso, amigo mío, es peor que un trabajo formal.
El objetivo del freelance, autónomo o independiente es ganar el dinero suficiente para llegar al fin de mes sin angustias. La verdad, sin embargo, es que esto casi nunca se cumple. La medicina fue peor que la enfermedad, con una agravante: ya no saben qué hacer, no encuentran otro camino, dado que regresar al mundo laboral formal es muy difícil por la edad, la experiencia, la competencia.
Ser emprendedor es igual, pero distinto. Me explico: enfrentas los mismos problemas, en especial los relacionados con el flujo de dinero que recibes y el cumplimiento de los pagos. Sin embargo, es distinto porque la labor a la que te dedicas está estrechamente ligada a tus pasiones, a tus valores, a lo que te hace feliz. No lo haces por el dinero, lo haces porque te sientes realizado, porque eres feliz.
No importa que trabajes más tiempo, que te resulte difícil distinguir entre un martes y un sábado, que el fin de semana sea laboral, no importa. El hecho de ser dueño de tu tiempo, de poder elegir con quién trabajas y qué proyectos aceptas (o rechazas), de fijar el precio de tus servicios, de fijar tus propios horarios compensa las dificultades que puedas encontrar en el camino. Créeme que sí.
En 1998, antes de venir a los Estados Unidos, era un sicólogo clínico que tenía un consultorio particular que casi siempre estaba vacío y que hacía contratos temporales con hospitales públicos. Luego me convertí en emprendedor y aunque no han faltado las dificultades, los vaivenes del mercado, las crisis y los errores, por nada del mundo cambiaría lo que hago ahora. ¡Por nada del mundo!
Y no tiene que ver nada con el dinero, aclaro. No lo cambio porque la satisfacción de poner mi conocimiento, mi experiencia, mi pasión, mis dones y talentos y mi pasión al servicio de los demás no tiene precio. ¡Ni todo el oro del mundo pagaría la alegría de ayudar a un amigo, a un cliente! Ayudar a transformar vidas es lo más fascinante que me ha ocurrido en la vida y no quiero dejar de hacerlo.
Cuando a mi amigo le expliqué esto, entendió mi reacción. “Ay, Álvaro, ni se me había ocurrido esto que me dices”, afirmó. Por supuesto, no nos quedamos ahí: decidimos comenzar a trabajar juntos para que, a corto plazo, deje de ser autoempleado independiente y se convierta en un verdadero emprendedor que sea feliz con lo que hace, que no trabaje en función del dinero.
Por estos días, producto de la crisis provocada por el coronavirus, muchas personas perdieron su trabajo y piensan en montar un negocio propio para tratar de cambiar su vida. Si eres una de ellas, por favor no te apresures, toma ejemplo de mi amigo y reflexiona. Un error no se corrige con otro error: si en verdad quieres ser emprendedor, lo celebro y estoy aquí para apoyarte y ayudarte.
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