Vivimos tan apurados, que no nos da tiempo para darnos cuenta. Ese, el de vivir a las carreras, abrumados por las tareas y las responsabilidades, con apenas tiempo para respirar, es mucho más que un hábito tóxico: es un vicio peligroso. Nos provoca ansiedad saber que no estamos apurados, como si las manecillas del reloj corrieran más, como si el día no tuviera 24 horas.

Esa no es la naturaleza del ser humano, sin duda. Se trata, más bien, de un dañino aprendizaje, de un modelo que ha sido replicado, perpetuado a través del ejemplo de los mayores. Es como si no fuera posible dejar de aparentar eso de “estoy ocupado”, “no tengo tiempo”, “el día no me alcanzó para nada” y otras ideas que diligentemente nos grabamos en la mente.

La verdad, la triste realidad, es que vivimos presos de la impaciencia. Y no hay que culpar a internet, porque es así desde antes de que esta maravillosa tecnología llegara a nuestra vida. Es un hábito aprendido, socialmente convenido, para excusarnos, para justificarnos, para eludir ese incómodo sentimiento de culpa que surge cada vez que fallamos en alguna labor.

En el pasado, en el siglo pasado, entablar una relación con una persona era algo encantador. No había celulares, ni aplicaciones de mensajería instantánea, así que no tenías más remedio que marcarle al teléfono de la casa y rezar para que no contestaran la mamá o el hermano mayor. Porque daba terror escuchar esas voces, que eran inquisidoras, que te la ponían difícil.

Luego, tenías que someterte al filtro de que la familia de esa señorita que te gustaba te diera el aval. Y esa podía ser una experiencia aterradora, con padres, hermanos, abuelos y tíos de por medio. Todos, en plan de exprimirte, de encontrarte algún defecto, de conocer los mínimos detalles de tu árbol genealógico para saber si “clasificabas” como buen prospecto.

Si superabas esta prueba, antes de hacer alguna invitación tenías que ir de visita dos o tres veces. Eran ocasiones en las que miraban tu comportamiento, de preguntaban de lo humano y lo divino, en especial, en temas relacionados con religión, política y trabajo. “¿Y tus planes con la niña son serios?”, “¿De dónde viene tu familia?”, “En la empresa donde trabajas, ¿te pagan bien?”.

Ese era el tipo de interrogatorio al que debías someterte. Luego, si no te descartaban, podías formular una invitación a salir. Nada de fiestas, nada de paseos con amigos el fin de semana, nada de ir a un concierto. Acaso, ir al cine, siempre y cuando aceptaras a la chaperona, que casi siempre era uno de los hermanos de ella, al que instruían para que no hicieras algo indebido.

Y en esas podías pasar varios meses antes de ganarte la confianza de la familia, de que dejaran de ponerte a prueba. No era que bajaran la guardia, pero sí eran un poco condescendientes. Era un proceso ineludible, que nadie podía acelerar. ¿La clave? Paciencia y método. Paciencia para no irte por algún atajo peligroso, método (o estrategia) para lograr lo que te proponías.


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La vida, en sí misma, es un proceso. No porque corras mucho las manecillas del reloj avanzarán más rápido.


En la era de la inmediatez, nos hemos dejado contagiar por dos males terribles: la histeria y la impaciencia. Ninguna de las dos es buena consejera y, más bien, son tentadores atajos que nos llevan por mal camino. ¿Qué hacer? Aprender a interpretar sus mensajes y aprendizajes.


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Hoy, en cambio, la vida y las relaciones son una carrera. Las asumimos como si fueran una competencia, un esprín de velocidad. No hay tiempo, la única estrategia es correr más rápido que los demás. Y, por supuesto, nada de hablar de paciencia: este es un término y un hábito que está en desuso, que cada día se emplea menos y se valora menos. Y así nos va, claro.

No es un tema que tenga solución rápida. Primero, porque como lo mencioné antes es un hábito aprendido a partir del ejemplo de otros, de los mayores. Segundo, porque es una conducta social bien vista: aquel que no entre en el juego de la paranoia, de la histeria y de los afanes, es mal visto, se lo considera un bicho raro. Y nadie quiere ser percibido así, ciertamente.

El problema es que ese mal hábito, esa histeria colectiva, esa ansiedad, esa impaciencia, se manifiestan y se reflejan en todas las actividades de la vida. Y, lo peor, ocasionan daños diversos que varían de acuerdo con las circunstancias y, también de la importancia de esa actividad en tu vida. Lo que debes comprender es que no vas a salir ileso si caes en esa trampa.

Lo sé porque, como cualquier ser humano, en algún momento de mi vida me desvié por ese atajo. Quería obtener resultados inmediatos y lo único que conseguía era tropezar una y otra vez con la misma piedra. Hasta que, gracias a las enseñanzas de mis padres y de mis mentores, aprendí a ser paciente y, sobre todo, a respetar el proceso, el paso a paso. Fue una gran elección.

Lo sé, también, porque lidio a diario con la impaciencia de mis clientes, de las personas que se acercan a mí con la intención (expresa o velada) de obtener resultados con rapidez. Hago cuanto puedo, cuanto me permiten, para ayudarlos, para guiarlos en el proceso de conseguir lo que desean. Sin embargo, dado que no puedo hacer magia, requieren paciencia y método.

Y no todos están dispuestos a pagar ese precio por el éxito que sueñan. Y no entienden, o no alcanzan a percibir, los mensajes que la impaciencia nos envían y, en especial, desaprovechan el valioso aprendizaje que se deriva de esos mensajes. Porque, probablemente lo sabes, lo que nos ocurre en la vida, la forma en que vivimos la vida, dice mucho de nosotros.

Veamos cuáles son esos mensajes (y lo que puedes aprender de cada uno de ellos):

1.- Te obsesionas con el resultado.
La señora Julita, mi madre, solía decirme que “del afán solo queda el cansancio”. Y no puedo estar más de acuerdo con eso, porque la vida me enseñó que el resultado es la consecuencia de lo que haces y de la forma en que lo haces. Si te obsesionas con el resultado, dejarás de prestarle atención a lo importante, que es el proceso, y corres el riesgo de tomar un atajo.

2.- No respetas los procesos.
La prisa no es una buena consejera. Y, nos guste o no, todo en la vida, absolutamente todo, tiene un tiempo para llevarse a cabo. La semilla que hoy siembras no se convertirá en un frondoso árbol mañana, aunque le apliques nutrientes. ¿Por qué? Por el proceso que debe cumplir. Si no respetas los procesos, eres proclive a los errores, y cada vez serán más costosos.

3.- Te enfocas en lo que no puedes controlar.
Es decir, en el resultado. Que, como lo mencioné, es una consecuencia de tus acciones y de tus decisiones. Y, también, de tu plan de acción, de tu estrategia. Es en esto en lo que debes poner tu atención y tu energía, porque son los factores que determinan el resultado. Controla el qué haces y el cómo lo haces y verás de qué forma cambian los resultados. Para bien, por supuesto.

4.- Te comparas con otros.
La impaciencia, en la mayoría de los casos, es fruto de ver que otros ya están donde tú quieres estar, que otros ya consiguieron los resultados que tú todavía no obtienes. Es entonces cuando caes en la trampa de la impaciencia y quieres acelerar el proceso, quieres saltarte alguna etapa y avanzar más rápido. Deja de compararte con otros: el proceso de cada uno es distinto y único.

Vivimos tan apurados, que no nos da tiempo para darnos cuenta. La impaciencia, otra suerte de epidemia, se ha apoderado de nosotros y provoca estragos. En la vida, cualquiera sea la actividad a la que te dediques. ¿Qué hacer? Desaprender los viejos malos hábitos y cultivar unos nuevos que no sean tóxicos, que te permitan respetar y controlar el proceso.

No porque tengas mucho afán, porque estés preso de la impaciencia, las manecillas del reloj correrán más. Por eso, desarrolla la habilidad de la paciencia y, sobre todo, cuando sientas que la ansiedad se apodera de ti, haz un alto en el camino y respira profundo. Cuenta hasta diez, o hasta cien o hasta mil, huye de ese pensamiento tóxico y reanuda la marcha. Así funciona.