“Lo que importa no es lo que te sucede, sino cómo reaccionas a ello”, es una frase popular dentro de esa corriente motivacional que inundó los canales digitales hace un tiempo. Para mi gusto, debería complementarse así: “y cómo utilizas en el futuro la lección aprendida”. Porque, quizás lo sabes, todo lo que te sucede tiene una razón, un propósito, nada es casual.

Estados Unidos es un país de personajes pintorescos. Los encuentras por doquier. Muchos son conocidos y otros prefieren mantener un bajo perfil, mantenerse lejos del alcance del temible frenesí mediático. Y es en este grupo en el que, por lo general, descubres personas que han realizado grandes aportes a la sociedad o nos dejan un valioso legado de lecciones.

Hay otros, sin embargo, una minoría, que son un híbrido. ¿A qué me refiero? A que son conocidos y reconocidos por actividad, pero gustan del bajo perfil y, por eso, su historia y su legado solo trascienden por un hecho puntual de su vida o cuando mueren. Este es el caso de Martin Greenfield, llamado el sastre de los presidentes, los millonarios y de los famosos.

¿Habías escuchado de él? Los expresidentes Dwight Eisenhower, Bill Clinton, Barack Obama y Donald Trump; los actores Paul Newman, Denzel Washington y Leonardo Di Caprio; los cantantes Frank Sinatra y Michael Jackson, el director Martin Scorsese, el ex secretario de Estado Collin Powell y los basquetbolistas LeBron James Patrick Ewing y Shaq O’Neal fueron sus clientes.

Ellos y muchos más, por supuesto. Greenfield falleció este 20 de marzo en el hospital de Manhasset, en Long Island (Nueva York), a los 95 años. Había nacido el 9 de agosto de 1928 en Pavlovo, un pueblo que pertenecía a la extinta Checoslovaquia y que hoy es parte de Ucrania, en el seno de una acomodada familia judía. Su nombre de pila era Maximilian Grünfeld.

Su padre, Joseph, era un ingeniero industrial, y su madre, Tzyvia Berger, una ama de casa y madre de cuatro hijos (sus hermanos eran Rivka, Simcha y Sruel Baer). Todos ellos murieron en el infierno de Auchwitz, el inhumano campo de concentración nazi durante la Segunda Guerra Mundial. El joven Maximilian sobrevivió para encarnar el verdadero sueño americano.

Tenía escasos 12 años cuando su vida entró en un espiral terrible. El ejército alemán ocupó la región de Pavlolo y él fue enviado a Budapest, con unos familiares. No duró mucho: una noche, se escapó y se refugió en un burdel, donde lo acogieron durante tres años. ¿Lo mejor? Aprendió el oficio de mecánico de automóviles, una habilidad que luego le resultó muy útil.

Tras lesionarse una mano, regresó a casa con sus padres, sin imaginar lo que le esperaba. Al poco tiempo, la familia fue obligada a abordar un tren rumbo a Auchwitz. Lo peor estaba por llegar: fue separado de su madre y sus hermanos y permaneció un corto período con su padre, porque por su juventud lo eligieron para realizar distintas tareas para los alemanes.

El día que llegaron a ese infierno, su padre le dijo que tendría más posibilidades de sobrevivir si estaban separados y, en especial, si utilizaba sus habilidades. Cuando los guardias les preguntaron si alguno tenía una habilidad, Joseph tomó la mano de su hijo: “A4406 (el número que le tatuaron en el antebrazo) es un mecánico”, aseguró. Fue la última vez que estuvieron juntos.

Lo asignaron a la lavandería, donde ocurrió el episodio que cambió su vida. Un día, de manera accidental, rasgó el cuello de la camisa de un guardia. Furioso, este lo reprendió y lo azotó, antes de tirarle la prenda. El jovencito la tomó y, con la ayuda de otro prisionero, la remendó, pero no la devolvió a su dueño: la guardó y la lució debajo de su uniforme.

Aquella acción inesperada le otorgó un estatus distinto porque los demás prisioneros creyeron que disfrutaba de privilegios. Inclusive, los guardias lo veían distinto y le dieron alguna libertad de movimiento en el campo de concentración. “El día que usé esa camisa por primera vez, me di cuenta de que la ropa tiene poder”, relató Greenfield en sus memorias.

Más adelante, consciente del efecto positivo, esta vez de manera premeditada, rasgó otra prenda para tener una de repuesto. Luego fue trasladado a Buchenwald, un campo de concentración tristemente célebre porque allí se realizaban experimentos médicos con seres humanos y fusilamientos indiscriminados. Se estima que allí murieron más de 56.000 personas.

De ese lugar fue liberado en la primavera de 1945 por tropas comandadas por el general Einsenhower, que después sería su cliente. Emigró a Estados Unidos en 1947 como refugiado sin familia y emprendió otra aventura. Cambió su nombre para “sonar como un estadounidense más”. Desconocía por completo el idioma y no tenía un centavo en sus bolsillos.

Un amigo de la infancia, también refugiado, le ayudó a conseguir empleo en una fábrica de ropa, principalmente vestidos y esmóquines, en Brooklyn, llamada GGG, propiedad de William Goldman. Allí lo aprendió todo: el idioma, los secretos de la confección y cómo salir airoso en un negocio. No tardó en mostrar sus habilidades y ganarse la confianza del dueño.

Durante 30 años, escaló en la empresa hasta llegar a ser jefe de producción y atesorar un dinero. Un pequeño capital que usó en 1977, cuando Goldman decidió cerrar la fábrica: Greenfield la compró y fundó su empresa: Martin Greengield Clothiers. Con 150 empleados y un mercado cautivo, es el único taller de confección sindicalizado que hay en Nueva York.


Auchwitz-sastre

Personajes famosos de la vida real y personajes icónicos de la ficción fueron sus clientes.


Fue de la mano de Eisnhower como llegó a ser el sastre de los inquilinos de la Casa Blanca y, por supuesto, su mejor carta de presentación. Cuentan que, cuando entregaba el traje confeccionado, dejaba en los bolsillos hojas con consejos sobre política exterior. Un hábito que se divulgó y Bill Clinton, al posesionarse, le dijo: “Nada de papelitos, este es mi número de fax”.

Después llegarían los otros clientes famosos, más presidentes, actores, empresarios, deportistas y hasta el reconocido mafioso Meyer Lansky. Su encargo fue muy preciso: 40 trajes cortos, color azul marino y con botonadura sencilla. “Lo conocí en un hotel. Era amable conmigo y, claro, sabía bien quién era y qué hacía. No puedo decir más”, confesó Greenfield.

Ser el sastre de presidentes y famosos lo convirtió en un privilegiado con acceso directo a un selecto grupo. Sin embargo, lo que le otorgó notoriedad y lo hizo conocido entre los ciudadanos de a pie fue haber confeccionado más de 600 trajes para personajes de las pantallas grande y chica. El comienzo fue para Broadwalk Empire, serie de HBO (2010-2014).

Luego llegaron el Showtime ‘Billions’ (2016-2023) y las películas El gran Gatsby (2013), El lobo de Wall Street (2013) y Joker (2019), quizás su creación más reconocible: el impecable traje rojo y el chaleco naranja del acérrimo enemigo de Batman. Fue, entonces, cuando a Martin Greenfield, el prisionero que aprendió a coser en un campo de concentración, el mundo lo adoró.

Ahora, veamos qué podemos aprender los emprendedores de la historia de Greenfield:

1.- Tú haces tu camino.
O, dicho de otra manera, las circunstancias no te determinan si tú no lo permites. En la niñez, nada, absolutamente nada, daba para pensar que Maximilian Grünfeld llegaría a donde llegó. Y su virtud fue aprovechar esas mismas circunstancias, casi todas negativas, y convertirlas en oportunidades, en trampolines que le permitieron superar las dificultades. ¡Magistral!

2.- Las habilidades te salvan.
Así le sucedió a Greenfield, al menos. Una premisa que hoy, en la era de la comunicación y de la inteligencia artificial, cobra vigencia. El conocimiento es indispensable, pero lo que te hará útil para otros, lo que redundará en la posibilidad de monetizarlo. Sin embargo, lo que hará distinto y mejor que otros es lo que hagas con ese conocimiento, con tus habilidades.

3.- Networking, la clave.
Seguramente de manera inconsciente, Greenfield siempre supo estar junto a personas que lo podían ayudar o, quizás, lo conectaron con otras que lo ayudaron. En la vida y los negocios, son las relaciones que estableces las que marcan tus límites y tus posibilidades. Greenfield fue muy hábil en ese campo y supo moverse en círculos privilegiados a los que no pertenecía.

4.- El propósito, un faro.
Lo importante no es qué haces, sino por qué lo haces. Antes de separarse en Auchwitz, el padre le dijo a Martin: “Si sobrevives, vivirás para nosotros”. A eso se dedicó hasta el último de sus días, a honrar la memoria de sus familiares desaparecidos, de las víctimas del conflicto. Un propósito que le marcó el camino, que lo guio en medio de la oscuridad.

5.- Adaptarse es hacer magia.
Asumo que coincides conmigo en que a Greenfield no le tocó una vida fácil. Sin embargo, quizás coincidas así en que a todos nos sucede lo mismo, aunque en circunstancias varias. La diferencia fue que él supo adaptarse a esas circunstancias, a los cambios y escenarios, y aprovechar las oportunidades que se le presentaron. Hizo que las cosas sucedieran.

“Lo que importa no es lo que te sucede, sino cómo reaccionas a ello y cómo utilizas en el futuro la lección aprendida”. Gracias a sus habilidades, Maximilian Grünfeld sobrevivió a los campos de concentración de los nazis y labró un camino distinto como Martin Greenfield. Hoy, el mundo llora su desaparición, pero celebra y agradece su legado, su inspiración.


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