Pocas realidades de la vida han sido tan satanizadas como el miedo. Que, nos guste o no, es parte de la esencia del ser humano, es decir, no lo podemos evitar, no lo podemos erradicar. Lo irónico es que rehuimos de todas las manifestaciones del miedo sin darnos cuenta de que, como casi todo en la moneda de la vida, nos ofrece dos caras, las mismas que solemos llamar positiva y negativa.
Y digo ‘solemos llamar’ porque como en el caso de las emociones eso de positivo y negativo es una valoración no solo subjetiva, sino, además, personal. ¿Eso qué significa? Que lo que a algunos les produce miedo, a otros, no, o lo hace en medida distinta. Muchas personas sufren lo indecible si tienen que subir a un avión y pasar allí varias horas, mientras que otras, en cambio, lo disfrutan.
Es una valoración personal determinada tanto por el nivel de conocimiento que cada uno posee de esa situación, hecho o cosa específica, como de las experiencias vividas. Por supuesto, también hay que considerar ingredientes como las creencias (en especial, las religiosas), las costumbres y el siempre presente “¿qué dirán los demás?”, que condiciona pensamientos y comportamientos.
Además, con un factor que no podemos pasar por alto: los miedos cambian. Es decir, una persona que siente miedo al subirse a un avión puede cambiar esa reacción y, aunque no lo disfrute, tener una experiencia que no sea desagradable. Y lo mismo sucede con el miedo a los perros y otros más animales, a las alturas, a hablar en público, a entablar relaciones a largo plazo, en fin.
Pero, espera: hay otro ingrediente. ¿Sabes cuál es? El aprendizaje de lo que vemos de otros. Este es un factor muy importante porque mucho, por no decirte que todo, de lo que pensamos, de aquello en lo que creemos y de lo que hacemos (y cómo lo hacemos) está determinado por el ejemplo de las personas que conforma nuestro círculo cercano (familia, amigos, colegio, trabajo).
Podríamos decir que los miedos se transmiten de generación en generación. No genéticamente, sino a partir de comportamientos, de enseñanzas, de discursos, de experiencias. Y lo peor, ¿sabes qué es lo peor? Que también nos transfieren la carga emocional, en especial, la negativa. En otras palabras, tenemos miedo de las mismas cosas que atemorizaban a nuestros padres, abuelos…
Lo curioso, ¿y lamentable?, es que no nos enseñan la otra cara de la moneda. Recuerda: hay una positiva. ¿Sabes cuál es? Que el miedo, aunque cueste creerlo, es una emoción útil. Este miedo positivo es una señal que utiliza nuestro cerebro para alertarnos de una eventual situación de riesgo o peligro. Es una advertencia destinada a evitar ser sorprendidos y pagar las consecuencias.
Dicho de otro modo, el miedo positivo es un eficaz mecanismo de defensa. Cuando un perro ladra de manera agresiva, tu cerebro activa la alarma que te previene: “¡No te acerques!”, te dice. Si vas en la bicicleta en un descenso a gran velocidad, tu cerebro se altera y te avisa: “Disminuye porque puedes caer y hacerte daño”. Para cada situación de potencial riesgo hay una señal de alerta.
El problema, ¿sabes cuál es el problema? Sí, seguro que lo sabes, que lo has experimentado. El problema es que a veces, la mayoría de las veces, el miedo es infundado. Es decir, no es real, no hay un peligro inminente, no hay razón para sentir miedo. Se trata, simplemente, de una creación de la imaginación o, en el mejor de los casos, un miedo del pasado que ya fue superado.
Te lo digo en palabras simples, aunque estoy seguro de que ya lo sabes: a pesar de que somos conscientes de que el origen del miedo quedó atrás, enterrado en el pasado, utilizamos esta emoción como una excusa. ¿Para qué? Para procrastinar, eludir responsabilidades, evitar tomar decisiones y, seguramente la opción más popular, no salir de la plácida zona de confort.
Una premisa que se aplica a prácticamente cualquier actividad de la vida: hacer ejercicio, romper con una pareja tóxica, dejar ese trabajo en el que no eres feliz, en fin. Siempre hay un miedo que valida tu inacción, tu inseguridad, la falta de confianza en tu capacidad. Ese es un miedo que los expertos definen como miedo desadaptativo, el que se presenta en situaciones que no implican riesgo.
¿Cómo saber si eres víctima de un miedo desadaptativo? La respuesta es sencilla: todos los seres humanos, absolutamente todos, lo padecemos. La diferencia es que algunos lo enfrentamos, nos damos cuenta de que es irreal o injustificado y pasamos la página. Otros, en cambio, se paralizan y se bloquean: creen que si se quedan quietos el miedo se irá, pero la verdad es que eso no sucede.
Uno de estos casos, muy frecuente cuando eres un emprendedor, en especial si eres uno novato, de los que apenas comienza la aventura, es el miedo a dar el salto. Es una emoción muy fuerte porque, por lo general, está cultivada y tiene profundas raíces en nuestro entorno, en lo que nos enseñan en la niñez, en el ejemplo que vemos de nuestros padres y otras personas cercanas.
Lo que nos aterra, lo que nos inmoviliza, es el miedo a no cumplir las expectativas de los demás o, quizás, el miedo a equivocarnos y tener que asumir la responsabilidad. Sea cual sea la opción que elijas, es injustificada. Lo repito para que no lo olvides: es una creación de tu mente, la mayoría de las veces es una genial muestra de tu imaginación. Es decir, nada de lo que debas preocuparte.
Ahora, la pregunta del millón: ¿cómo saber si ese miedo que siento es infundado? La respuesta es tan sencilla como cruel: la única forma de averiguarlo es atreverte. ¿Cómo saber si aprendiste a montar en bicicleta? Retirar los apoyos, comenzar a pedalear cada vez más rápido, mantener el equilibrio y disfrutar la brisa que golpea tu cara. O, quizás, tirarte del trampolín de 5 metros.
Sí, es cierto: hay un riesgo de equivocarte, un margen de error. Pero, te lo digo por experiencia, es mínimo. Porque, aun cuando te equivoques y las cosas no salgan como lo esperas, te quedará la satisfacción de haber vencido al miedo, de haberlo intentado y, lo más valioso, el aprendizaje que esa situación incorporaba. Sin embargo, créelo, las probabilidades de ganar son muy elevadas.
El bloqueo, el miedo a dar el salto, casi siempre es una ilusión, es decir, una creación de tu mente. Una creación sin sustento, sin fundamento, una idea que se grabó en tu mente a partir de lo que te enseñaron, de lo que escuchaste, del ejemplo de otros o, lo peor, de la presión de tu entorno. Porque, y esto es triste, la mayoría de nuestros miedos no son propios: vivimos los miedos ajenos.
¿Por ejemplo? Te da miedo comprometerte con tu pareja porque el matrimonio de tus padres no tuvo final feliz. Te da miedo dejar de fumar o de beber licor porque piensas que tus amigos no te volverán a invitar a sus fiestas. Te da miedodejar ese trabajo que no te hace feliz porque no sabes qué pasará con tu vida si fracasas, si no sacas adelante ese emprendimiento con el que sueñas.
Cuando tomé la decisión de dejar atrás la cómoda vida que tenía en la casa de mis padres y me vine a los Estados Unidos para averiguar qué era internet, tuve miedo, mucho miedo. Tenía 30 y tantos años y no mucho margen de error. Además, a excepción de mis padres y de algún amigo, todos me decían que estaba loco y me recomendaban que me consiguiera un “trabajo serio”.
Asumí el riesgo, di el salto y… ¡me salí con la mía! No fue un salto, valga la pena decirlo, sino una sucesión de pequeños y grandes saltos, decisiones difíciles y asumir grandes responsabilidades. Lo mejor, ¿sabes qué fue lo mejor? Que a medida que vencía al miedo de turno, que no le hacía eco a la voz interior que intentaba intimidarme, más rápido avanzaba, más obstáculos superaba.
Moraleja: el miedo es parte de la esencia del ser humano y, por ende, es inevitable. Es, además, una señal que el cerebro nos envía cuando asume que estamos en riesgo. Y aunque ese miedo sea real, no es insuperable, no existe razón válida para que te paralice, para que impida luchar por tus sueños, trabajar por hacerlos realidad. Recuerda la popular frase: “Si tienes miedo, hazlo con miedo, ¡pero hazlo!”.
Me he equivocado mil y una veces, he fracasado más veces de las que me gustaría reconocer y me he fallado otras tantas. Llevo algunas cicatrices que son testimonio de malas decisiones o de intentos que no salieron como esperaba. Cargo también la satisfacción de haber superado mil y un miedos y, bendita mi terquedad, cristalizado muchos de mis sueños, incluso algunos que parecían imposibles.
La dura realidad con la que me enfrento como mentor de negocios es lidiar con tantas personas valiosas, que atesoran conocimiento y experiencias, que poseen inmensos dones y talentos y que, lo más importante, tienen mucho por aportarle al mundo, pero no dan el salto por algún miedo. Lo malo es que solo ellas, y nadie más, puede cambiar esta situación, nadie puede dar el salto por ellas.
No sé cuáles sean tus creencias (que, por supuesto, son respetables), pero soy de los que piensan que llegamos a este mundo con una misión y un propósito. Y la única tarea que se nos otorgó fue, precisamente, dar el salto y aprovechar las bendiciones que recibimos. Lo que sí puedo decir con seguridad es que uno de los mejores momentos de mi vida fue cuando dejé atrás mis miedos y di el salto…
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