Nació por accidente en Montevideo (Uruguay) y se crio en el barrio La Boca, en Buenos Aires, donde solo tenía dos opciones: amar a Boca Juniors y que la magia del tango corriera por sus venas. Irónicamente, la vida de Marcelo Yaguna siguió el libreto de un tema del ritmo popular y se convirtió en un tango con final feliz.
Y eso, lo sabemos, no es común en las interpretaciones al son de un bandoneón. En efecto, a diferencia de los protagonistas de canciones trágicas, Marcelo puede contar el cuento y lo hace con una sonrisa. Claro, antes debe hacer la catarsis que le permite liberarse de un pasado que lo llevó a las profundidades más profundas (y aquí vale la redundancia).
Allí no solo tocó fondo, sino que también estuvo cerca de la muerte por diversos factores: la policía, sus enemigos y, sobre todo, sus vicios. En sus charlas, cuando Marcelo relata su historia de vida, irónicamente son frecuentes las carcajadas. No obstante, lo que él vivió no fue de alguna manera cómico, sino más bien trágico.
La casa donde vivía, con toda la familia acomodada en una sola habitación, era aledaña a la zona de Suárez 60, que en Buenos Aires es conocida como el expendio más grande de drogas, como el semillero de los delincuentes y las bandas más peligrosas. Y él, por supuesto, fue uno de ellos. No había otra opción.
“Ser delincuente, allí, era lo normal. Ser drogadicto, allí, era lo normal. Robar y drogarse era tu ambiente”, cuenta. La pobreza se sentía en todas y cada una de las situaciones diarias, también en la forma de enfrentar al mundo: “Nacimos pobres, esto es lo que nos tocó vivir”, decía resignada mamá Mabel.
Ella se quebraba el lomo trabajando con tal de conseguir algo que paliara el hambre de sus hijos. El gordo Gabi, el hijo del tendero del barrio, y las monjas del colegio donde su mamá limpiaba pisos, eran los ángeles que de cuando en cuando proveían el milagro de un alimento digno. Eso, sin embargo, no era suficiente: el hambre acosaba.
No, porque podía más la podredumbre de la calle, la ley de esa selva de cemento en la que había que ser fuerte para sobrevivir. Creció solo, sin la tutoría de sus padres, y se fue por el camino equivocado. Por eso, desarrolló odio contra la sociedad, los ricos que le regalaban su ropa usada, contra todos aquellos que tenían algo, porque él no tenía nada.
También contra su padre Manolo Yaguna, zapatero de oficio, que un día se hartó de una situación que no podía cambiar y se fue, los dejó abandonados, para formar otra familia. En 1982, a los 13 años, su vida cambió, pero fue para mal: aprendió a escapar de la realidad a punta de pastillas, de fumar marihuana.
A los 14, le regalaron su primera pistola, una calibre 22 mm largo, parecida a esas de aire comprimido con las que uno de niño hace travesuras. La diferencia es que las travesuras de Marcelo eran al margen de la ley y, por eso, tras cumplir los 17 años, ingresó por primera vez a la cárcel. Había caído en un hoyo que no tenía fin.
En caída libre
Fue por poco tiempo, aunque la libertad también fue efímera; entraba y salía, sencillamente porque no tenía adónde más ir. Y en esos ires y venires conoció a la que fue su primera esposa. Una relación tormentosa porque en vez de ayudarlo a salir del inframundo en el que estaba atascado, lo hundió más.
¿Por qué? Ella y su familia también consumían, también vivían borrachos la mayor parte del tiempo. La vida de Marcelo era un caos, pues sus amigos morían de sida en la cárcel, tras haber contraído la enfermedad de tanto inyectarse. Y la Policía, fastidiada con él, lo había sentenciado. ¿Algo peor podía suceder, había algo más?
Cuando ya en su mente se había instalado la idea de que iba a morir como sus amigos, el destino le hizo un guiño: nació Melina, su primera hija, “mi primer milagro”, como él mismo dice. De un momento a otro, tras experimentar la indescriptible magia de cargarla en sus brazos, decidió que ya era suficiente, que iba a dejar las drogas.
“Ella me salvó la vida”, confiesa Marcelo. No fue fácil, sin embargo. Dejó de delinquir, pero no de consumir drogas y alcohol. Por eso, volvió a la cárcel, donde ocurrió otro milagro. En una visita, su mamá le repitió la frase que tantas veces le había dicho, pero que solo en esa vez escuchó realmente: “La única forma de salir adelante es ser honesto”.
Su segundo hijo venía en camino y se dio cuenta de que si no cambiaba, sus hijos iban a correr la misma suerte que él. Y eso, por supuesto, no lo iba a permitir. Viajó a México, a conocer a la familia de su esposa, y ese país se convirtió en su segundo hogar, en su lugar en el mundo. No fue fácil, porque se encontró con un ambiente propicio para los vicios.
El cuñado era marihuanero y, para colmo, descubrió algo ‘maravilloso’: el tequila. Fue, entonces, cuando su vida entró en caída libre, literalmente, al punto que la esposa lo corrió. Terminó como indigente, vagando en las calles, comiendo lo que le regalaban o buscando sobras en la basura. Era el fondo, oscuras profundidades.
Tenía solo 23 años y parecía un anciano, pues su cuerpo estaba consumido, derrotado; alucinaba y la idea del suicidio era cada vez más frecuente en su cabeza. ¿Se podía caer más bajo? Entendió que no y, por eso, se puso a trabajar en una vida nueva, próspera, feliz, tal y como se lo había prometido a su madre.
Hasta que llegó a un anexo, como en México se conoce a los centros de rehabilitación de drogadictos y alcohólicos. Allí le tendieron una mano y comenzó su transformación, la verdadera, la definitiva. Para sobrevivir, desempeñó varios trabajos, pero un día lo deportaron a Uruguay. Otra vez, a comenzar de cero.
Luz al final del túnel
Como pudo, llegó a Argentina y de ahí, de nuevo, se embarcó a tierras aztecas. De manera increíble, fue el inicio de una nueva vida. Nueva de verdad, dejando enterrado el pasado: se hizo vendedor en una agencia automotriz y conoció a la persona que lo involucró en el mundo inmobiliario, en el que hoy todavía se desempeña.
Ganó dinero, se organizó, jamás volvió a consumir drogas o alcohol y creó Soluciones Financieras, su propia empresa. “Hay arriesgarse con la seguridad de ganar, con la certeza de hacer lo que dicta tu corazón. Cuando tienes claro lo que quieres, tarde o temprano el universo te lo da”. A él, afortunadamente, se lo dio.
Con 47 años, el mundo conoce a otro Marcelo Yaguna. El coach de vida y negocios, el líder que ha recibido múltiples premios, el maestro de programación neurolingüística, el conferencista revelación de 2016. El autor de ‘Del infierno al cielo’, el libro autobiográfico sin autocensura en el que cuenta su historia. Y lanzará la Escuela de Congruciencia, su nuevo proyecto.
Admiro mucho lo que ha Marcelo ha conseguido como empresario. Es un ejemplo de superación extraordinario. Sin embargo, me conmueve y me inspira lo que hace como ser humano después de tocar el más profundo de los fondos: vive al servicio de los demás. No sé si yo mismo podría superar esos problemas, por eso Marcelo es un faro que ilumina mis días.
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