Nos han metido en la cabeza la idea de que “las segundas partes nunca fueron buenas”. Y lo damos por hecho en distintos ámbitos de la vida, en especial en las relaciones (sentimentales y personales) y en lo laboral. Sin embargo, ¿qué sería de nuestra vida si no gozáramos de una segunda oportunidad? ¿Estás dispuesto a renunciar a tantas cosas buenas por esta creencia?

Para no ir muy lejos, mi propia historia de vida. Quizás sabes que desde muy joven fui adicto a la tecnología, a los computadores. En mi casa los desarmaba, los reformaba y lo rearmaba, un hobbie que desarrollé de manera autodidacta, siguiendo aquella premisa de ‘prueba y error’. Y no solo los computadores: lo hacía con cualquier electrodoméstico dañado que cayera en mis manos.

Dado que era algo que me divertía y que intuía que el mundo de los computadores iba a marcar el ritmo de la evolución de la humanidad en este nuevo milenio, comencé a estudiar ingeniería electrónica. Sin embargo, sucedió lo que nadie, ni siquiera yo, esperaba: muy pronto me di cuenta de que pasión y profesión no siempre son lo mismo y entendí que había sido una mala elección.

En otras palabras, no me veía el resto de mi vida armando y desarmando computadores. Una cosa era hacerlo con los de mi casa, por afición, y otra asumirlo como un trabajo que realizaría cada día. No era algo que me entusiasmara. Comencé a pensar en otra alternativa y en cómo cambiarme de carrera sin crear un terremoto familiar. Me tomó tiempo, pero tras tres semestres lo decidí.

Todo lo hice a escondidas: me retiré de ingeniería electrónica y me inscribí en sicología. Mis padres solo se enteraron cuando comenzaba el primer semestre. Por supuesto, hubo zafarrancho, pero no tanto por parte de ellos, que siempre me apoyaron y me dieron libertad para tomar mis propias decisiones, sino por otros familiares y amigos. Que estaba loco fue lo más suave que me dijeron.

Me di una segunda oportunidad y cambié para bien el rumbo de mi vida. Terminé la carrera y soy sicólogo clínico graduado, profesión que ejercí durante unos años en Colombia. Porque, lo mejor, ¿sabes es lo mejor? Que repetí la hazaña. Cansado de luchar contra la corriente, preocupado porque no vislumbraba un futuro en un país convulsionado, me di otra oportunidad (la tercera).

Por aquella época, finales de los 90, Colombia era un país estremecido por la guerra entre el Estado y el narcotráfico. Por fortuna, la vida puso en mi camino una misteriosa tecnología que llamó mi atención: internet. Dado que casi nadie sabía qué era, que nadie podía enseñarme, dejé atrás esa vida, sicología incluida, y me vine a los Estados Unidos a aprender sobres internet.

Y, por esas vueltas que da la vida, terminé metido en esto del marketing digital. Y descubrí cuál era el verdadero propósito de mi vida: servir a otros a través de mi conocimiento, experiencias y aprendizajes. No era lo que había soñado, tampoco lo había buscado: fue algo que apareció en mi camino de manera inesperada mientras hacía ese tránsito entre una oportunidad y otra.

Y de eso, estoy convencido, se trata la vida. Es decir, ningún día es igual a otro, siempre hay algo distinto que lo hace mejor o no tan bueno. Sin embargo, por sí mismo, cada día es una valiosa y única oportunidad que la vida nos concede para realizar nuestros sueños, para aprender más, para avanzar en la construcción de nuestra mejor versión y para cumplir con nuestro propósito.

Cada día es una nueva oportunidad, segunda, tercera… Y no te la niegas, ¿cierto? Más bien, la agradeces y tratas de disfrutarla al máximo, ¿cierto? El problema, porque siempre hay un problema, es que le damos una carga emocional negativa a esos sucesos o decisiones que deseamos cambiar, dejar atrás. ¿Por qué? Lo asumimos como si fuera un fracaso, y no lo es.

Tenemos derecho a equivocarnos o a corregir. Está bien, porque así es la vida. Así como un día amaneces con un resfriado y tomas un medicamento para sentirte mejor. ¿Qué haces? Intentas dejar atrás ese malestar, intentas cambiar los síntomas incómodos, te das la oportunidad de volver a sentirte saludable. No hay nada de malo en esto por supuesto, es parte de la naturaleza del ser humano.

La verdad es que la vida real (no nuestra imaginación o nuestras creencias) nos demuestra una variedad de sucesos en los que la segunda oportunidad fue feliz. ¿Por ejemplo? Michael Jordan, el mejor basquetbolista de la historia. Se retiró en 1993, en la cima del éxito, agobiado por el frenesí mediático que había a su alrededor. No tenía nada más que demostrar en la NBA, su reino.

Probó como jugador de los White Sox del béisbol de las Grandes Ligas, pero no alcanzó el brillo que se esperaba. Luego, en marzo de 1995, regresó a los entablados. Se lo notaba un poco oxidado, pero no tardó en recuperar su mejor nivel: lentamente recuperó su aura y entre 1996 y 1998 ganó otros tres anillos de campeón con sus adorados Bulls de Chicago. Una segunda parte muy buena.


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No importa si es a la primera, a la segunda o a la tercera oportunidad: vale si logras tu objetivo.


Apple, Netflix y Lego, entre muchas otras, son empresas que alcanzaron la cima luego de haber mordido el polvo del fracaso. No se rindieron, no desistieron de su propósito, se dieron una segunda oportunidad y salieron airosos. Y si nos adentramos en los terrenos del amor, son múltiples los casos de parejas que fueron muy felices en esa segunda oportunidad.

El miedo a fracasar siempre está ahí, es un riesgo latente porque, entre otras razones, eso que llamamos fracaso, un evento al que le otorgamos una carga negativa poderosa, es parte vital del proceso. Vital porque encierra los más valiosos aprendizajes, aquellos que nos enseñan nuestros límites o, quizás, nos indican que tomamos el camino equivocado. Sin fracaso, no hay éxito.

Uno de los elementos más valiosos del aprendizaje surgido del fracaso es despojarnos del miedo al qué dirán los demás, dejar de depender de la aprobación de los demás para ir por nuestros sueños. Podría escribir una enciclopedia de varios tomos para relatar la cantidad de veces que fracasé a lo largo de mi trayectoria y otros más de cómo esos eventos cimentaron mi éxito.

Sé que no es fácil. Hay investigaciones serias que determinaron que el miedo a hablar en público es peor (más fuerte) que el miedo a la muerte. ¿Por qué? Porque si haces el ridículo frente a un grupo de gente, a una audiencia, virtual o presencial, estarás sometido a las críticas, a la desaprobación, a las burlas. En cambio, si mueres, cualquiera haya sido el motivo, ya nada más importará.

Si eres de los que piensas que “segundas partes nunca fueron buenas”, quizás es tiempo de que te tomes un respiro, un tiempo, y reflexiones. Que en el pasado hayas fracasado, que hayas cometido un grave error, no te define como persona, como ser humano, como trabajador o emprendedor, y tampoco define tu destino, tu futuro. No, si te das una segunda oportunidad, y una tercera…

Al limitarte por el miedo al fracaso lo único que harás será postrarte, estancarte. Además, te privas de un cambio que, probablemente, es beneficioso para ti. Y no solo en términos de dinero, trabajo o reconocimiento (logros), sino de bienestar, de saber que cristalizas tus sueños y cumples con tu propósito. Estos intangibles, seguro lo sabes, valen mucho más que todo el oro del mundo.

Por experiencia propia, y también porque así lo demuestran múltiples estudios, dejar ese miedo al fracaso casi siempre es buena idea. O, en otras palabras, la mayoría de las veces esa temida segunda oportunidad te brindará revancha, será satisfactoria. De lo que se trata, entonces, es de desaprender ese discurso que no tiene sustento real y crear uno nuevo, distinto, positivo.

Algo que me caracteriza en mis interacciones con mis clientes o el mercado, en privado o en público, de manera virtual o presencial, es que no tengo temor de mostrarme auténtico, tal y como soy. Y soy un hombre con limitaciones, con defectos y propenso a los errores (o fracasos), como tú o como cualquier otro. Suelo decir que me desnudo para que veas que no hay secretos o magia.

¿A qué me refiero? Así como perdí el temor a equivocarme, también dejé de sentirme vulnerable al hablar de mis defectos, de mis equivocaciones, de mis fracasos. Todos son parte de mi proceso, de mi aprendizaje, y han contribuido a mi crecimiento, a mi evolución. Sin ellos, sin duda, no estaría donde estoy, así que de alguna forma les agradezco su aporte, a veces doloroso.

Ahora, y esta es una tarea en la que todos deberíamos involucrarnos, es necesario cambiar el discurso acerca de las segundas oportunidades. Difundir uno que las legitime, que las valide, que las incentive, porque no solo son necesarias, sino valiosas. Debemos reivindicar el valor de volver a intentarlo, una y otra vez, tantas veces como sea necesario hasta cumplir con el objetivo previsto.

Cuidado: no se trata de repetir el mismo camino (conducta, comportamiento, hábito) negativo una y otra vez, porque el resultado siempre será el mismo. Es buscar alternativas, nuevas perspectivas, distintas formas de llegar a la meta. Que el aprendizaje adquirido a partir de la experiencia fallida se vea reflejado en esa segunda oportunidad. Así, las probabilidades de éxito serán más elevadas.

Un estudio realizado por el profesor neozelandés Lance King, denominado La importancia de fallar bien, estableció que los alumnos con buenos resultados académicos tenían una visión distinta del fracaso. ¿Por qué? Lo consideraban como una circunstancia, algo temporal, una situación que les brindaba información necesaria para hacerlo mejor en la segunda oportunidad. ¡De eso se trata!

Ver el fracaso como algo positivo nada tiene de romántico ni de conformista. Es, más bien, darle un sentido distinto y transformarlo en una segunda oportunidad, una oportunidad de mejora. No veas el fracaso como algo rotundo, como el final del camino, no te avergüences de errar y, sobre todo, entiéndelo como una etapa previa al éxito. Si no fracasas antes, jamás llegarás a la cima del éxito.


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