Una de las realidades más difíciles de aceptar para quienes nos criamos bajo los preceptos de los padres de la segunda mitad del siglo XX es la forma en que cambiaron las relaciones personales. No solo por la obviedad que ya no son lo que eran antes, sino que además son terriblemente distintas y, sobre todo, con otras reglas de juego.
Recuerdo cuando era niño y mis abuelos contaban las historias de cómo se habían conocido, de cómo había surgido el amor. En esas épocas, las ciudades no eran las urbes de concreto del presente y tenían un marcado componente rural. La radio era la gran compañera de las familias en el hogar y en muy pocas casas había teléfono o televisor.
Si a uno le gustaba alguna niña (la vecina, la hermana de un amigo, una compañera del colegio) debía someterse a un proceso largo y, sobre todo, tedioso por aquello de la exposición. Debías decirle a tu papá que la niña te interesaba para que él entablara contacto con el padre de ella y, si tenías suerte, se concertara una cita.
Pero, no como las de ahora, sino una muy distinta. De día, en la sala de la casa de ella y con varios testigos que, por supuesto, no se movían de ahí ni un segundo. Además, tú te sentabas en un sillón y ella, en el sofá de enfrente, protegida por la mamá y la abuela. Cuando imagino ese escenario, concluyo que mis abuelos eran uno héroes.
A nuestros padres también les tocó lidiar con esto. Sin embargo, tuvieron la suerte de que ya los comenzaban a cambiar y soplaban vientos libertad y rebeldía. Los tiempos siguieron cambiando y nosotros nos favorecimos. Había reglas, claro, que bastante más flexibles y, por eso, la adolescencia es una época que nos dejó hermosos recuerdos y enseñanzas.
Lo que más me marcó es que cuando me gustaba alguna chica había que establecer una relación, fabricar el escenario para conocernos y a partir de ahí insistir, insistir e insistir. Con invitaciones, con regalos, con visitas a la casa, acompañándola en celebraciones familiares o en salidas con sus amigas. Insistir, insistir e insistir.
Sin saberlo, esa fue quizás mi escuela primaria de marketing. Había que tener un producto digno de ofrecerle al mercado (uno mismo), había que identificar el nicho que nos interesaba (la señorita) y había que diseñar un completo plan de marketing (conquista) para consolidar la relación y, sobre todo, conseguir el ansiado sí, quiero (la venta).
Durante años, ese fue mi modus operandi con las damas y en los negocios. Sin embargo, el tiempo y la experiencia me enseñaron (me demostraron con fracasos) que cada negocio en particular requiere una estrategia propia, distinta, única, y algo muy importante: que no se debe perseguir a los prospectos que es mejor descartar.
Hubo una etapa, lo reconozco, en que cometí el mismo error de muchos emprendedores: perder dinero, recursos y tiempo (lo más valioso que tenemos) a la caza de un prospecto. Que, dicho sea de paso, no prosperó. Hasta que aprendí (me enseñaron, por fortuna), que llega un momento en el que lo más conveniente para todos es dejar de insistir.
Eso ocurre porque partimos de una base equivocada: que el mercado (todos y cada uno de sus actores) nos necesita, que poseemos la solución perfecta, que somos la opción más atractiva. Ojalá sea así, que reunamos esas características, pero inclusive en esas condiciones es imposible atender todo el mercado, obtener el sí de todos los clientes.
Por qué no insistirle
Una de las premisas necesarias para alcanzar el éxito y la prosperidad en los negocios, y la tranquilidad en la vida, es saber adónde apuntamos nuestras flechas. Sí, como el arquero experto, estamos obligados enfocar nuestra atención y, claro, ser muy certeros. En la medida en que lo hagas, verás que los beneficios son altamente gratificantes.
El primero, por supuesto, es que te ahorras el desgaste y el desperdicio de tus recursos. El segundo es que puedes aprovechar ese tiempo, ese dinero y esos recursos en un buen cliente, que después te compensará. Si monetizaras esos desperdicios e hicieras la cuenta de lo que has malgastado en prospectos equivocados, te aterrarías con la cifra.
Por otro lado, insistirle a un prospecto equivocado y conseguir que nos haga una compra puede traducirse en un error garrafal. Si ya te pasó, me entiendes; si no, te prevengo: un prospecto ‘forzado’ a hacer una compra es un cliente que siempre estará insatisfecho, que nunca hablará bien de ti y de tus productos y que, seguramente, enrarecerá el mercado.
En ocasiones, sin embargo, el afán por obtener ganancias o el interés por darle al mercado esa solución que juiciosamente diseñamos para él nos conduce al callejón sin salida. Es un mal que, afortunadamente, tiene cura. Te diré, a mi juicio, cuáles son las tres razones por las cuales debes dejar de insistirle a un prospecto:
1) No tiene dinero: ¡Elemental, mi querido Watson! Sí, a veces el prospecto no tiene el dinero, pero nosotros lo trabajamos como si tuviera oro en el bolsillo. Esa una cuestión que debe quedar clara. Hay que saber cómo preguntarlo, pero hay que preguntarlo.
Entiende que muchas veces, a sabiendas de que no tiene el dinero, el prospecto se acerca a ti y pregunta por el producto. Quiere conocerlo para cuando llegue el día de la compra, para saber si vale la pena un esfuerzo económico o, también, por simple curiosidad.
2) No aprecia el valor: una de las razones por las cuales una persona decide una compra es porque está convencida de que aquello que va a adquirir en realidad vale más que el precio que él está dispuesto a ganar. Ese proceso debe ser dirigido.
En efecto, no debes olvidar que la compra incorpora una enseñanza: eres tú quien debe instruir al cliente sobre los beneficios de lo que le ofreces, cómo ese producto o servicio va a mejorar su vida, cómo va a solucionar su problema. Si él tiene dudas, no lo culpes.
3) No es el blanco adecuado: ya lo dije antes. Nos enfocamos en un mercado que no podemos abarcar o en prospectos que no tienen interés en lo que les ofrecemos. O hay otra opción: eso que ofreces no es para ese mercado, para ese nicho, para ese prospecto.
Recuerda: no cualquier producto es para cualquier prospecto. Si no lo sabes con certeza, haz el estudio del mercado, testea tu producto, ajústalo. Eliminar un prospecto nunca nos agrada, pero a veces es necesario por nuestro bienestar y, claro, el de nuestro negocio.