¿Para qué? Esa, créeme, es la pregunta más importante, la primera que debes formularte cuando te entra la tentación de tomar un nuevo curso o asistir a un evento más. Porque, si no te haces esta pregunta, corres el riesgo de caer en el error de tantas personas: la cursitis, es decir, la obsesión por acumular acreditaciones que, a la postre, no sirven para nada.

“El conocimiento es inútil para quien no sabe aplicarlo”, dice Alejandro Jodorowski. Por si no sabes quién es, se trata de un artista, cineasta y escritor chileno, con nacionalidad francesa, controvertido por sus polémicas opiniones y por la crudeza de sus pensamientos. Ha publicado 41 libros y dirigió 10 películas, además de ser un prolífico productor de historietas (cómics).

No podría estar más de acuerdo con esa afirmación. Y que conste que soy un eterno aprendiz, una persona que disfruta del aprendizaje y que procura estar al día en un mundo como el del marketing y los negocios que es terriblemente dinámico. Seguramente lo sabes, lo que ayer fue ley, hoy fue revaluado; lo que ayer funcionó a la perfección, hoy está caduco. Así es.

Cuando comencé mi aventura como emprendedor digital, por allá a finales de los años 90, internet era un bebé. Casi ni balbuceaba, comprado con la poderosa herramienta, llena de recursos y opciones, que hoy disfrutamos. Tampoco había Google ni redes sociales y reinaba la desconfianza de los usuarios en torno de esta nueva tecnología que llegaba a nuestra vida.

Acababa de surgir Hotmail (no había Gmail), pero eran pocas, muy pocas, las personas que tenían una cuenta de correo electrónico. ¿Por qué? Porque eran pocas, muy pocas, las personas que tenían un computador. Acaso disponían de uno en su lugar de trabajo, pero eran aparatos conectados a redes internas, muy distinto a lo de hoy, que estamos hiperconectados.

Para que te imagines cómo era de distinto, en las páginas web solo había lo que se llamaba texto plano, es decir, sin formato (negrillas, colores o algo más). Y ni hablar de fotos o videos, porque las cámaras digitales eran un privilegio de los ricos, algunos medios de comunicación y las agencias de noticias. Ah, y la conexión a internet era por la línea telefónica (¡qué karma!).

Los teléfonos celulares, que en aquel tiempo eran exclusivos de las películas de ciencia ficción, hoy son un accesorio tan común como necesario como el reloj, por ejemplo. Y hay quienes andan por ahí con dos o tres de ellos (no sé cómo no se vuelven locos). Y, algo maravilloso, estamos en la era inalámbrica, las conexiones wifi/Bluetooth y los dispositivos multifunción.

Han pasado casi 25 años desde entonces, así que imagina la cantidad de cursos que tome, los libros que leí, las charlas a las que asistí, los videos que observé. Cientos, realmente. Algunos de los cuales me sirvieron para transformar mi vida, no solo para enriquecer mi conocimiento, sino también para cambiar mi mentalidad. De hecho, hoy soy una persona muy distinta.

Cuando recuerdo al Álvaro Mendoza de finales de los años 90, me da risa. Un buen tipo, al que le tengo cariño, pero un cavernícola comparado con la persona que soy ahora. Y eso es algo que le agradezco tanto a la vida como a mis padres y a mis mentores, que fueron mis mejores maestros no solo a través de la teoría sino del ejemplo y, fundamentalmente, de la práctica.

Y este, precisamente, es el mensaje que te quiero transmitir en estas líneas, que es el mismo que nos ofrece la reflexión de Alejandro Jodorowski: “El conocimiento es inútil para quien no sabe aplicarlo”. Porque, tristemente, hizo carrera la creencia de que la acumulación de aprendizaje te llevará al éxito o te convertirá en un referente. Sin embargo, no es así.

Conozco una gran cantidad de personas, valiosas por demás, que han naufragado en las turbulentas aguas de los excesos. ¿Cuáles? Los de creer que deben saberlo todo sobre todo, que deben aprender de todo, que se apuntan a todos los cursos, que asisten a todos los eventos, que leen todos los libros, que siguen a todos los mentores… ¡Uff, qué cansancio!

En principio, podría decirte que las admiro, que alabo su espíritu de aprendizaje. En principio. Porque ese es un fenómeno parecido al iceberg, que la parte que vemos es la más pequeña. ¿A qué me refiero? A que tanto conocimiento, tanto aprendizaje, no les sirve de nada. ¿Por qué? Porque no lo aplican, no lo ponen en práctica. Porque son expertos en aprender, pero no saben hacer.

Y hoy, en este mundo de la revolución digital, en pleno siglo XXI, lo que se impone es HACER. Claro, para hacer primero hay que saber, pero si no das el paso, si no cruzas esa frontera, de nada te sirve. Y, entonces, tanto conocimiento, quizás de calidad, termina arrumado en tu cerebro, que a su vez se transforma en un cuarto de San Alejo repleto de cachivaches.


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Lo que realmente es valioso no es el conocimiento que adquieres, sino lo que haces con él, cómo lo aplicas.


En la era de internet, en la que el conocimiento de calidad está a unos cuantos clics de distancia, y muchas veces gratis, existe la tendencia a acumular conocimiento. Sin embargo, si no se pone en práctica, si no se aplica, si no se comparte, de nada te servirá. ¿Qué hacer?


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Como mencioné, como quizás lo sabes, soy un eterno aprendiz. Creo firmemente en aquello de que “Un día sin aprendizaje es un día perdido”. Sin embargo, la diferencia es que aprendo de lo que ya sé, es decir, profundizo el conocimiento, obtengo nuevos ángulos, y fortalezco las habilidades que he desarrollado. Eso, por supuesto, no descarta los nuevos aprendizajes.

La clave es que entiendas que no puedes saberlo todo sobre todo, ni siquiera de manera superficial. En cambio, para sobresalir en este mercado ultracompetido requieres saber mucho (no todo) del área específica en la que te desempeñas y, así mismo, de disciplinas que no solo estén relacionadas, sino que sean complementarias, que potencien el conocimiento básico.

Te comparto la cinco claves que me han servido para aplicar (y aprovechar) el conocimiento adquirido:

1.-Especialización.
No es una tendencia, sino una exigencia del mercado. Los toderos de antes, esos que sabían un poco de todo, están mandados a recoger. Caducos. Una premisa que, además, se aplica a cualquier profesión. Especializarse significa profundizar el aprendizaje en un área específica, al punto de convertirte en un experto, en alguien que sabe más de ese tema que el promedio.

Eso, sin embargo, no descarta la cultura general, que es necesaria, que es la base del conocimiento. Lo que quiero decirte es que está bien que, por ejemplo, es bueno que sepas de diseño, de copywriting, de estrategias de marketing, de tráfico, de campañas publicitarias. Pero, ¿en qué te especializas? ¿En qué eres mejor que el promedio? ¿En qué eres muy bueno?

2.- Elige un mentor (solo uno).
Hay personas que creen que van a avanzar más rápido o que van a alcanzar un mayor éxito si tienen más de un mentor. Y no es así. De hecho, la experiencia me enseñó que más bien resulta contraproducente, negativo. Es como cuando consultas a tres médicos o abogados por el mismo tema y cada uno te da su opinión: ¿qué haces? ¿A quién le haces caso?

Eso no significa, en todo caso, que tengas que casarte con un mentor. Si quieres aprender de marketing, elige uno cuyas creencias y estilo comulguen con las tuyas, alguien en quien puedas confiar. Cuando termines ese proceso y quieras comenzar otro en, por ejemplo, PNL, elige un mentor, y así sucesivamente. Si es la persona idónea y adecuada, los resultados se darán.

3.- Aprende y aplica.
Este es el comienzo (aprende) y el final de todo (aplica). No te llenes de conocimiento de manera compulsiva, porque solo serás un acumulador de conocimiento. Elige un área específica, conócela tan bien como sea posible y, a través de HACER, de poner en práctica, demuéstrale al mercado que eres excelente. Y solo así aprovecharás lo que aprendiste.

El conocimiento, quizás lo sabes, es como una semilla: solo si es sembrada en tierra fértil dará los frutos que se esperan de ella. Tú eres la tierra fértil siempre y cuando pongas en práctica eso que aprendiste, si lo compartes con otros, si lo multiplicas. Los diplomas y los títulos son para colgarlos en las paredes; el conocimiento es para mejorar y transformar vidas.

4.- Desarrolla habilidades blandas.
Hoy, con el conocimiento no basta: el mercado, el mundo, requiere que las personas tengan otras habilidades. Y las llamadas blandas son muy demandadas. ¿Sabes a cuáles me refiero? Liderazgo, trabajo en equipo, comunicación asertiva, atención al cliente, pensamiento crítico, capacidad analítica, resolución de conflictos y capacidad de adaptación, entre otras.

Hay algunas más como administración del tiempo, gestión del estrés, inteligencia emocional o storytelling (contar historias). Lo mejor de las habilidades blandas es que son el complemento ideal del conocimiento teórico y contribuyen a potenciarlo, nos permiten aprovecharlo más. Lo importante no es desarrollar muchas de ellas, sino las necesarias para tu área específica.

5.- Un propósito.
Lo dejé de último, pero en verdad es lo primero. Recuerda la pregunta con la que comencé este artículo: ¿Para qué? ¿Para qué o por qué haces lo que haces? ¿Vale la pena? ¿Es lo que necesitas? ¿Lo necesitas en este momento justo? El propósito, en la práctica, es una brújula que guía tu camino, te mantiene enfocado y evitas que caigas en la tentación de los atajos.

El propósito es uno solo, aunque para conseguirlo te plantees varios objetivos. Debe estar conectado con tus dones y talentos, con tu pasión, y enriquecido por el conocimiento y por la práctica (HACER). Por último, el propósito es aquella razón inquebrantable por la que cada día despiertas con ganas de comerte el mundo, de dar el máximo, de vencer todos tus miedos.

Moraleja: cuanto más aprendas, mejor. Sin embargo, mejor que esto es qué haces con ese conocimiento, cómo aprovechas ese aprendizaje. Se volverá obsoleto si no lo aplicas, si no lo pones en práctica, si no lo compartes con otros. Por eso, antes de comenzar una aventura más, antes de tomar otro curso más, de ir a un evento más, formúlate la pregunta clave: ¿para qué?