Los ecos de la celebración del Día del Padre aún se escuchan por doquier en el continente americano. Si bien no estoy acostumbrado a ser el centro de atención, tengo que confesarte que soy un agradecido de la vida por todas las bendiciones que me regala, en especial por mis hijas. Disfrutar de esta celebración con ellas es algo que no tiene precio, que no pago con todo el oro del mundo.

Es una celebración llena de alegría, de la algarabía propia de las niñas, pero también incorpora un poco de nostalgia. Los valores y los principios que me inculcaron, reforzados con altas dosis de ejemplo, hicieron de mí una persona de bien. Seguramente alguna vez escuchaste decir que la mejor escuela es la vida misma, porque sus lecciones están llenas de sabiduría. Bien, creo que esa premisa es cierta porque lo experimenté en carne propia: mis padres, con su ejemplo, me guiaron por el camino adecuado.

En los momentos más difíciles, cuando nadie creía en mí, cuando muchos de los que consideraba mis amigos me daban la espalda, los únicos que nunca dejaron de apoyarme, los que me tendieron la mano y me impulsaron a seguir mis sueños, fueros mis padres. Por eso, soy consciente de que lo que soy hoy es fruto directo de la influencia de mis padres, de cuanto hicieron por mí cada día.

Esa es la razón por la cual mi vida cambió radicalmente el día que me convertí en padre. Mis prioridades no son las mismas y todo lo que hago tiene sentido estrictamente por mis hijas Nichole y Laura. No solo son mi mayor alegría, mi motivación, sino también una inagotable fuente de aprendizaje: no pasa un día sin que me brinden una valiosa lección de vida o de marketing.

¿De marketing? Sí, aunque no me lo creas. Estos niños del siglo XXI no solo vienen configurados de oficio con el chip digital, sino que además son personajes muy especiales, muy diferentes a como éramos los niños del siglo pasado. Poseen una intuición increíble, una madurez precoz y una iniciativa que asusta: se le miden a todo, sin problemas, con naturalidad y con ingenuidad.

Es claro que procuro inculcarles principios y valores que considero importantes para que se desarrollen como personas de bien, les brindo la libertad necesaria para que sean auténticas, para que tomen sus propias decisiones, para que aprendan de sus errores. Una dinámica que no solo resulta divertida, sino que me permite acercarme a ellas y aprender lo que pueden enseñarme.


Mercadeo Global - Alvaro Mendoza

Si eres emprendedor y tienes hijos pequeños, presta atención a cuanto ellos puedan enseñarte.


Estamos acostumbrados a pensar que el curso lógico de la vida es que los padres les enseñemos a los hijos. Así, de hecho, ha funcionado durante mucho tiempo. Sin embargo, cada día compruebo lo privilegiado que soy al contar con mis hijas, que son una fuente inagotable de aprendizaje. Y no solo para la vida, sino también, y de forma especial, para los negocios.


Estas son las cinco más valiosas lecciones de marketing que he aprendido de mis hijas:

1.- El momento, la oportunidad. Una de las mayores dificultades que debemos sortear los emprendedores es aquella de entender que no hay un momento ideal, uno perfecto para comenzar nuestro negocio, para sacar nuestro producto. El momento es hoy, la oportunidad es hoy y nunca habrá uno mejor. Si no comienzas ya, ahora, jamás sabrás si eres capaz.

Uno de los momentos de mayor tensión como padre es aquel en el que a mis hijas se les mete en la cabeza una idea y quieren que sea ya, de inmediato. Para ellas, después no es una opción válida. Lo obtienen ahora o ya no les interesa, una premisa que también aplican tus clientes: ahora o nunca, ahora o van a buscarlo con la competencia. Recuerda: el que pega primero, pega dos veces.

2.- Si prometes, cumple. Si eres padre, entiendes perfectamente el meollo del asunto. El peor de los errores que puedes cometer es incumplirle una promesa a un hijo. El problema es que a veces la promesa es el único recurso que nos queda para conseguir algo y, como si fuera un as bajo la manga, la exponemos para recibir la respuesta que esperamos. El problema, claro, viene después.

No cumplir una promesa resquebraja la confianza y la credibilidad, que son no solo el soporte del vínculo entre padre e hijos, sino también los valores que te permiten establecer una relación con tus clientes. Sin confianza y credibilidad, la comunicación con tus hijos es caótica; sin esos dos valores, tu negocio no podrá conseguir buenos clientes y no venderá. ¡Cuidado con lo que prometes!

3.- El impacto de la retórica. Una de las realidades más complicadas de ser padre es que a menudo tienes que repetir las instrucciones una y otra vez, y otra vez, y otra. No importa si es una sencilla o una complicada, porque parece que los niños no entienden. Y dado que no comparto métodos como el castigo o algún otro tipo de represión, solo puedo repetir el mensaje hasta que sea acogido.

El mercado, no importa si vendes un producto o un servicio, está saturado. El consumidor recibe miles de mensajes simultáneos y no es fácil elegir el mejor, el que más le conviene. Por eso, una parte de nuestra tarea como emprendedores es reiterar el mensaje una y otra vez, mil veces, hasta que sea comprendido, hasta que llegue a quienes necesitan aquello que ofrecemos.

4.- Las evasivas son contraproducentes. Papá y mamá son un equipo, o al menos pretenden serlo. Así funciona, en teoría, en todas las familias. Sin embargo, hay situaciones en las que esa unidad se resquebraja y quedamos expuestos. Por ejemplo, cuando no quieres decirle un no a tus hijos y, más bien, le trasladas la responsabilidad a tu pareja: “pregúntale a mamá, a ver qué dice”.

Si alguna vez elegiste esta opción, sabrás que mamá, casi siempre, te devuelve la pelota: “haz lo que diga papá”. A veces, muchas veces, asumimos esa actitud con nuestros clientes y los llevamos de acá para allá sin resolver su problema. No solo es un desgaste innecesario, sino que te resta credibilidad y resquebraja la confianza. Atiende las inquietudes de tu cliente, religiosamente.

5.- El valor de lo que ya funcionó. Cuando tus hijos son mejores, quizás lo sabes, no son fáciles de complacer. Te piden algo y, cuando lo tienen, lo disfrutan muy poco y después lo desechan. Quizás no perciben el valor de lo que reciben y, por eso, no tienen inconveniente en desecharlo, aunque un tiempo después lo recuperan, lo disfrutan como si se los acabaras de dar y ya no quieren dejarlo.

En los negocios, los emprendedores asumimos esa actitud muchas veces: con gran esfuerzo ponemos a consideración del mercado un producto y al poco tiempo lo desechamos, lo mandamos al baúl de los recuerdos. Si ya funcionó una vez, quizás con una actualización, con unos retoques, pueda brindarte nuevos ingresos y, lo mejor, puede ser la solución para algunas personas.

Cada día, cuando me despierto, me mentalizo en que mis actuaciones sean un buen ejemplo para mis hijas, me preocupo de proporcionales las enseñanzas que les permitan convertirse en buenas personas. Cada día, cuando me acuesto a descansar, me sorprendo porque el discípulo fui yo, el que más aprendió fui yo gracias a mis hijas, la mayor bendición que me regaló la vida