¿Sabe cuál es el obstáculo más grande que un ser humano enfrenta en su vida? ¡Él mismo! Sí, esas metas superexigentes que se impone, la cantidad de retos simultáneos a los que se les mide, lo intolerante que es consigo mismo ante circunstancias tan comunes como los errores, la facilidad con la que renuncia a perseguir a sus sueños…
Ciertamente, el ser humano es proclive a hallar la excusa perfecta para procrastinar. El origen de este problema es la educación que nos dieron, el modelo de vida que nos transmitieron nuestros padres y abuelos o el que copiamos de quienes nos inspiraron en algún momento. ¿Por qué? Porque nos enseñan que la vida es una competencia.
Desde pequeños, nos inculcan que tenemos que ser mejores que los demás; nos dicen que somos perdedores si no alcanzamos las metas propuestas, si no somos exitosos. Que tenemos que ser abogado o médico o ingeniero como el papá, como el abuelo; que debemos casarnos con alguien de nuestro nivel social y económico.
También, que tenemos que formar una familia como la que tuvieron nuestros padres y criar a los hijos para que sean hombres de bien; que debemos conseguir un trabajo con un buen salario para mantener el estatus de la familia y garantizar el futuro de las próximas generaciones. Y bla, bla, bla…
El libreto es tan extenso como quieras y sé que tú lo conoces tan bien como yo, porque ambos nacimos y crecimos en ese ambiente. Esa es una vida convencional, como la de cualquiera, como la de todo el mundo. Y es ese, precisamente, el punto en el que se me alborota la bilirrubina: no hay razón válida para ser igual a otros.
Sí, no tengo porqué resignarme a ser como otros, me resisto a limitarme a vivir como los otros. Durante más de 30 años, viví esa vida y, te lo confieso, no fui feliz. Disfruté a ratos, sí; me gocé la juventud, sí; tuvo el privilegio de contar con unos padres ejemplares y una familia cariñosa, sí; fui parte de un círculo de amigos genial y divertido, sí.
Pero, y ahí está el dilema, no fui feliz. Seguí el libreto establecido al pie de la letra y, de pronto, me encontré en un callejón sin salida, oscuro y peligroso, en el que me enfrenté a mis peores miedos. Bien pude echar a perder la oportunidad que es la vida, pero por fortuna reaccioné a tiempo y tomé las decisiones adecuadas para cambiar el rumbo.
No pierdas tu tiempo yendo por un camino que no te hace feliz.
Atrévete a cambiar la ruta, a modificar el libreto, las veces que sea
necesario hasta que encuentras la ruta hacia lo que deseas.
“Pero, ¿qué hago aquí?, si eso no es lo que quiero ser yo. ¿Por qué sigo aquí?, si eso no es lo que quiero de mí. ¿Por qué insisto por este camino?, si esa no es la vida que ansío”, fueron algunos de los interrogantes que me formulé mientras buscaba una escapatoria. Por un tiempo, mi vida se convirtió en un deambular sin rumbo fijo.
No era feliz con lo que había construido, pero tampoco sabía con exactitud qué quería ser, en qué quería convertirme. Aunque las personas que me rodeaban me veían feliz y sonriente, la procesión iba por dentro. Fue una época difícil, terriblemente dolorosa, que me hizo cuestionarme acerca de mi papel en este mundo. “¿Qué carajos hago aquí?”.
Hasta que entendí cuál era el mensaje que la vida me transmitía: si no estaba conforme con lo que era, con el rumbo que había tomado mi existencia, no había más remedio que volver al punto de partida y comenzar otra vez, ¡reinventarme! Un día, uno cualquiera, decidí que ya no más y comencé a cambiar esa situación que no me conformaba.
Sí, decidí que era suficiente de esa vida vacía, de esas relaciones por conveniencia, de esa cordial hipocresía, de ese trabajo que solo me generaba deudas y estrés. Ese no era el yo con el que había soñado, no era la persona que esperaba ser cuando al conformar una familia, no era el ser humano que quería llegar a viejo para contarles historias a sus nietos.
Entonces, pensé: “Si mi vida se está derrumbando, si lo que he construido no me satisface, ¿por qué no acabamos de tumbarlo, por qué no sentamos otras bases y comenzamos de nuevo?”. Y, bueno, aquí estoy, veinte años más tarde, disfrutando la nueva versión que soy, de esta obra negra que no termino de edificar.
Derriba y vuelve a levantar
Esta nueva creación sale de mis entrañas y es más auténtica, más humilde, más comprometida, más servicial, más desprendida. En una sola palabra, ¡feliz! Debo decirte, sin embargo, que no he terminado la reinvención. De hecho, soy consciente de que nunca voy a finalizar la tarea y eso, precisamente, es lo que me apasiona.
Sí, entiendo que cada día que me regale la vida es una oportunidad para intentar crecer, para avanzar en mi autoconocimiento, para aprender a aceptarme como soy y sacar provecho de los dones y los talentos con los que fui bendecido, para compartirlos con los demás. Ha sido un proceso fascinante, extraordinariamente enriquecedor.
Aprendí a darles el valor adecuado a ciertas cosas que antes eran imprescindibles y hoy son desechables; pero, sobre todo, aprendí a darles valor a las personas que me rodean, a quienes me acompañan en este viaje, a esos seres humanos maravillosos como tú que la vida puso en mi camino para entender que la única misión es ser feliz.
Un proceso en el que aprendí estas cuatro lecciones que te comparto a continuación:
1) Sé bueno contigo mismo: el primer efecto de asumir la vida como una competencia es que somos demasiado duros con nosotros mismos, y eso es terriblemente dañino. Date gusto en lo que te gusta, dedica tiempo a lo que amas, no te prives de aquello que te apasiona, descubre qué quieres y lucha por conquistarlo. ¡Consiéntete, mímate!
2) Permítete aprender de lo negativo: la vida no es perfecta, está claro. Es un largo viaje lleno de dificultades en el que tropezamos con dolor, envidia, celos, deshonestidad, maldad, deslealtad y otras especies parecidas. De eso debemos aprender que se vale estar triste, se vale llorar, se vale perder, se vale equivocarse. ¡Eso también es vida!
3) No te prives de la soledad: llegamos solos y nos vamos igual, pero nos inculcan que en el camino debemos estar acompañados, y no necesariamente es así. Ser feliz te exige darte tiempos para ti mismo, en solitario, y disfrutarlos. El día que aprendas a disfrutar de tu propia compañía podrás comenzar a ser ese compañero de viaje ideal para los otros.
4) Selecciona tu compañía: la vida incorpora pesadas cargas, demasiados sinsabores, grandes responsabilidades, como para transitar el camino en la compañía inadecuada. Rodéate de personas positivas, creativas, inspiradoras, con las que compartas sueños, la visión de la vida, pasiones. Son el mejor combustible para alcanzar tus sueños.
Solemos decirnos que cada día es una oportunidad, pero vivimos una vida rutinaria, repetida. Eso nos enseñaron, así nos sentimos cómodos. Sin embargo, la verdadera vida, la que te permite alcanzar tus sueños de felicidad, éxito y prosperidad, es en la que te das el lujo de ser tu mejor creación. ¡Reinvéntate cuantas veces sea necesario, disfruta ese proceso!