Está ahí, aunque no lo percibas. Está dentro de ti, aunque no te des cuenta. Está ahí cada vez que se presenta el disparador que activa la emoción. El problema, ¿sabes cuál es el problema? Que es un enemigo silencioso que suele camuflarse, que no hace ruido y, lo peor, cuyo efecto negativo solo lo percibimos cuando el año está consumado. ¿A qué me refiero? Al Síndrome del Salvador.

Este es un concepto muy arraigado, dado que nos lo enseñaron desde la niñez y se refuerza de múltiples formas a lo largo de la vida. Es aquel según el cual nacimos para proteger a los otros, en especial, a los que están en nuestro entorno cercano. Por ejemplo, es tarea prioritaria de los padres proteger a los hijos; de los maestros, a sus alumnos; de los mentores, a sus discípulos.

Y así sucesivamente. Es un mandato de la familia, de la sociedad y hasta de la religión. Allí a donde vayas, vas a encontrarte con esta norma que debes cumplir. Los mayores protegen a los menores, los adultos protegen a los ancianos, los miembros de una pareja se protegen el uno al otro, igual que los amigos. Una mentalidad fundamental para que el tejido social funcione según lo previsto.

El problema comienza cuando ese espíritu protector sobrepasa los límites, que por supuesto no están definidos de manera teórica o por una línea o pared que podamos ver. Depende de la calidad del vínculo que une cada relación y, como en tantas otras situaciones de la vida, es muy fácil caer en el exceso o, el otro extremo, ser demasiado precavidos y dar menos de lo que se requiere.

Como sicólogo y como padre de dos hijas adolescentes, es decir, en mi faceta de ser humano común y corriente, es algo que experimento todos los días. En otras palabras, cada día me enfrento al reto de ser protector sin caer en el exceso. ¿Cuál exceso? El de ser sobreprotector y limitar tanto la autonomía como la independencia y la libertad de mis hijas, de las personas que me rodean.

Esa, como cualquier otra manifestación de dependencia, es tóxica e inconveniente. Por más que el espíritu sea bondadoso, por más que la intención sea positiva, sobrepasar el límite la convierte en inconveniente. En mi familia, de niño, recibí toda la atención, cuidado y protección que podía esperar, pero siempre bajo la premisa de respetar mi forma de ser, incluidas mis decisiones.

Como emprendedor y, en especial, como mentor de emprendedores, también estoy expuesto a diario a este riesgo. Primero, porque a mí se acercan muchas personas que desean que las guíe en el camino de sacar adelante su negocio o, quizás, en el de aprender a monetizar su conocimiento. Y cualquiera que sea el caso esperan (asumen) que los voy a proteger, que voy a ser su salvador.

Y me gustaría, créelo, pero no puedo hacerlo. No tengo ese don, como tampoco poseo una varita mágica que me permita hacer milagros. Además, en caso de poseerlo, mal haría en cumplirte ese deseo. ¿Por qué? Porque no hay mayor satisfacción que aquella de cristalizar tus sueños, de ser tú el protagonista de la aventura que te permitió hacerlos realidad, no que otro lo haga por ti.

Es claro que las relaciones humanas se basan en un principio de reciprocidad, de ayuda mutua. Eso es, precisamente, lo que me esfuerzo por brindarte cuando tocas a mi puerta. Sin restricción en ningún sentido, me desnudo por completo en términos profesionales y te ofrezco todo lo que sé, lo que he aprendido a partir de mis errores y experiencias; no me guardo nada que pueda servirte.

En ese sentido, soy protector, soy salvador. Te proporciono todas las herramientas que puedas necesitar para realizar tu tarea, te comparto las que utilizo y te enseño cómo lo hago para obtener los resultados esperados y con honestidad y respeto te digo qué equivocaciones has cometido para que puedas corregirlas. Por supuesto, si está en mis manos, te indico qué camino seguiría yo en tu caso.

Parto del principio de la reciprocidad, aquel según el cual una vez te ayudo, te protejo, me permite pensar que más adelante, en circunstancias parecidas, tú harás lo mismo por mí. O por las personas de tu círculo cercano, o por tus clientes. De eso se trata, justamente: de crear una cadena de intercambio de beneficios ilimitada, una fuerza poderosa que se traduzca en transformaciones.

Con tu conocimiento, con tu experiencia, con tu pasión y vocación de servicio, estoy seguro de que puedes hacerlo. Y la vida, tarde o temprano, te recompensará de múltiples formas maravillosas como lo ha hecho conmigo. Claro, siempre y cuando no caigas en el Síndrome del Salvador, que no solo es un extremo vicioso, sino también un atajo del ego que te desvía de tu verdadero propósito.

Porque, valga recalcarlo, nadie vino a este mundo a salvar a nadie. Vinimos a ayudarnos unos a otros, sí; a complementarnos, sí; a fortalecernos mutuamente, sí, pero no a salvarnos. De hecho, no tenemos la capacidad para salvar a otros y, esto es muy importante, solo podemos ayudar a otros en la medida en que nos permitan hacerlo. Es decir, no puedes ayudar al que no quiere ayuda.

Es una realidad incuestionable. Sin embargo, cada día veo a emprendedores, empresarios, dueños de negocios y profesionales independientes que tropiezan con esta piedra. Tropiezan y caen, y algunos sufren duros golpes de los cuales les cuesta levantarse. Es decir, se obsesionan con la idea de ayudar a otros, de salvarlos, pero la respuesta que reciben es el rechazo. ¡Auch, eso duele!

Todos, absolutamente todos los seres humanos, estamos expuestos a vivir esta situación. En cualquier actividad de la vida, en cualquier oficio o trabajo que realicemos. En especial, cuando el propósito de nuestra vida, cuando la vocación de servicio y la pasión por el trabajo nos invitan a dar siempre más, un poco más de lo que nos piden o de lo que exige esta situación en particular.

El problema, porque siempre hay un problema, es que caer en la trampa del Síndrome del Salvador nos expone a algunos riesgos. Veamos cuáles son:

1.- Compulsión por ayudar. Es ese impulso que no puedes contener y que te lleva a tratar de ayudar o salvar a una persona cuando, a tu juicio, corre un peligro o tiene una necesidad que tú estás en capacidad de solucionar. Recuerda: no puedes ayudar a todos, no todos quieren tu ayuda

2.- Descuidas de ti. Es una consecuencia lógica cuando te obsesionas con los demás, sin importar que sea por su bien. Muchos dejan de lado tareas básicas de su negocio, descuidan sus estrategias, por tratar de salvar a otros. Al final, ‘sabes qué sucede? Se quedan sin el pan y sin el queso

3.- Se reduce tu autoestima. Dado que chocas una y otra vez con un muro, el muro del rechazo, tu autoestima se resquebraja poco a poco. Y duele, claro. Comienzas a sentirte inseguro, incapaz de ayudar a otros y dudas de tu conocimiento, de tu capacidad. Ese es un horrible círculo vicioso

4.- Te sientes obligado. Y no hay nada más ajeno a la realidad. Si bien es cierto que llegamos a este mundo para ayudarnos unos a otros, no es tu responsabilidad lo que sucede en la vida de otros, los resultados (o la ausencia de ellos) que obtengan. Y, por supuesto, no podrás salvar a nadie


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Caer en la trampa del Síndrome del Salvador solo hará que desperdicies tus recursos.


Créeme que en algún momento de mi vida, de mi trayectoria como emprendedor, sufrí por esto. Y aún hoy sé que a veces me excedo en lo que doy. Muchas veces, de hecho, la recompensa que recibo no es la anhelada, pero no me importa: lo hago por vocación, por decisión, por convicción. Ya después la vida se encargará de ajustar las cargas y, además, no puedo reprocharle nada.

Eso sí, aprendí a identificar a las personas, clientes potenciales o actuales, a los que no puedo ayudar y, mucho menos, salvar. Es frustrante, lo sé, pero es parte de la vida, de los negocios. Por eso, ya no me desgasto, ya no malgasto mi tiempo y mis recursos en esas personas que no están en la disposición de recibir la ayuda que puedo ofrecerle. Le deseo buena suerte y sigo mi camino.

Solo puedes ayudar a otro si se cumplen a cabalidad estas condiciones:

1.- Tiene un problema que tú puedes resolver. Parece obvio, pero no lo es. A veces, muchas veces, por el afán de vender o la intención de ayudar, nos obsesionamos con otros y tratamos de forzar la compra de nuestro producto o servicio. Y lo peor, ¿sabes qué es lo peor? Que no nos damos cuenta de si, en realidad, estamos en capacidad de resolver su problema, satisfacer su necesidad

2.- Siente que tiene un problema y que lo afecta. Esa persona sabe que algo no funciona en su vida o en su trabajo, pero no tiene claro qué es. Por el momento, además, puede controlar el dolor o la molestia, que cada vez es más frecuente o, quizás, más incómodo. Mientras pueda resistir, no va a hacer nada o, de otra manera, no va a aceptar recibir ninguna ayuda. ¡Ninguna, de nadie!

3.- Trae ese problema al plano consciente. Esto solo sucederá cuando ya no pueda soportar el dolor, cuando la molestia haya superado su capacidad y su vida sea un infierno. De manera instintiva, buscará información, querrá saber qué le sucede y, eventualmente, acudirá a un conocido para que lo aconseje. Aún consciente del problema, todavía no aceptará ayuda

4.- Tiene la disposición de buscar una solución. El problema se salió de sus manos, sobrepasó su límite de resistencia y no le quedó otra salida: buscar ayuda. No significa que vaya a comprar de inmediato, sino que busca información, requiere educación acerca del problema que la aqueja y explora el mercado en procura de la persona o producto idóneos para darle la solución

5.- Toma la decisión de recibir tu ayuda. Después de consultar, de investigar, de preguntar, te elige como la mejor opción. Has logrado atraer su atención y despertaste su curiosidad. Ahora, lo que debes hacer es establecer un vínculo de confianza y credibilidad para brindarle la información que le permita tomar la decisión de comprar lo que le ofreces. ¡Te dará permiso para ayudarla!

Moraleja: agradece a la vida el conocimiento, las experiencias vidas y todo aquello que, en algún momento, te permita ayudar a una persona. Y, por favor, no te obsesiones con la idea de salvarla. En muchos casos, solo podrás ayudarla a solucionar un problema y, con suerte, alguno otro más adelante. Créeme: habrás hecho suficiente. Es mejor ser algo para alguien que nada para todos


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