Hubo un tiempo, hoy lejano y perdido en el túnel del tiempo, en el que las marcas le imponían al consumidor los hábitos que debía seguir. Qué comer, cómo vestirse, a dónde ir, cómo relacionarse con otros, qué comprar, en fin… Fueron varias las generaciones que como borregos domesticados siguieron el camino que le indicaban las empresas.

Eso, sin embargo, cambió radicalmente. No fue una revolución rápida, sino un proceso lento que hoy se nos antoja más veloz simplemente porque el mundo globalizado así nos lo muestra. Ha sido una evolución manifiesta no solo en el comportamiento de los consumidores, sino en los hábitos mismos de la sociedad como conglomerado.

Nuestros abuelos eran unos buenazos, unos chicos muy dóciles que de buena gana aceptaban lo que se les impusiera. Los hombres, al trabajo; las mujeres, a cargo de las tareas de la casa y la crianza de los hijos; los jóvenes, a trabajar bajo la égida de sus padres; las muchachas, a buscarse un buen marido para conformar una familia.

Si el abuelo era abogado, los hijos debían ser abogados y los nietos, también. O médicos, o ingenieros, o contadores. La educación era cuestión de familia y la vocación era un tema vedado: nadie podía hablar de eso, a riesgo de excomunión. Fue un estándar social que ser aplicó durante décadas, por generaciones, hasta que llevaron los vientos de cambio.

Mercadeo Global - Álvaro Mendoza

Ahora es el cliente el que impone las condiciones: qué quiere y cómo lo quiere.

Los revolucionarios años 50, 60 y 70 marcaron un antes y un después para los jóvenes. Muchos quisieron tomar las riendas de su vida y se rebelaron contra la tiranía de sus padres. Se dejaron crecer el pelo, lucieron prendas multicolor, se inclinaron por la libertad sexual y le gritaron al mundo otras preferencias políticas. ¡Un revolcón de la madona!

Desde entonces, los cambios no han cesado, aunque al campo del marketing se demoraron el llegar. Las ataduras comenzaron a soltarse en los años 80, cuando las grandes marcas extranjeras, esas que solo veíamos en las películas a través de la televisión, comenzaron a desembarcar en nuestros países.

Aprendimos a comer hamburguesas en Burguer King, a alquilar películas en Blockbuster, adquirimos coches Hyundai, nos vestimos con prendas de Tommy Hilfiger y zapatos Bosi. Nuestro vocabulario comercial se diversificó con términos en otros idiomas y lo mismo ocurrió con nuestros gustos: ya no nos conformábamos con el producto local.


En las últimas décadas, el escenario de los negocios dio un vuelco trascendental
y los roles se invirtieron: ahora, el consumidor es el foco de la atención y el que
impone las reglas de juego. Te adaptas a eso o estás condenado a fracasar.


Sucedió, entonces, el punto de quiebre, lo que los argentinos llaman la bisagra: producto de la generosa y variada oferta, fueron los consumidores los que comenzaron a dictar las reglas. ¡El mercado cambió, y vaya que cambió! Antes, la relación era de obediencia: las marcas dictaban las normas y los usuarios, disciplinadamente, las cumplían.

Y la irrupción de internet, que derrumbó las barreras y puso en el radar de cualquiera las marcas que antes se antojaban inalcanzables, acabó por dibujar un nuevo escenario. Esa rebeldía de los consumidores transformó no solo los hábitos y las reglas del mercado, sino también los roles de los distintos actores: ahora, las marcas estaban subordinadas.

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Ya no se habla solamente de clientes, sino de seguidores. Hay una conexión emocional.

Un duro golpe para las empresas, acostumbradas a mandar, a marcar las pautas. Desde ese momento, no obstante, tenían que acomodarse a los gustos, a las exigencias, de los consumidores. Conceptos como el de servicio al cliente, que antes eran considerados accesorios, tomaron relevancia y la relación marca/cliente no volvió a ser la misma.

De manera lenta, en muchos casos a regañadientes, las marcas han tenido que adaptarse a ese nuevo universo. Si no lo haces, estás condenado a desaparecer. Y, mejor aún, se requiere una conexión permanente con los clientes, que con frecuencia cambian sus hábitos y sus gustos, y obligan a las marcas a ajustarse a esa constante dinámica.

Durante décadas, la ecuación Producto – Precio – Promoción – Distribución (las 4P, por sus siglas en inglés), se transformó en las 4C: Consumidor – Costo – Conveniencia – Comunicación. La gran novedad es que el consumidor, que antes era el último eslabón de la cadena, a veces el que menos importaban, pasó a ser la cabeza, el foco, en centro de atención.

Ya no era la marca la que imponía las condiciones, tampoco era el producto el que se hacía indispensable para el consumidor. Era el cliente es que, de acuerdo con sus intereses y expectativas, gustos y aspiraciones, tomaba la decisión: qué quiero y cómo lo quiero. “Necesito esto: ¿quién me lo va a proporcionar?” era la nueva regla del juego.

La evolución, sin embargo, no se detuvo ahí. La llegada de un nuevo milenio, los rápidos avances de la tecnología y mentalidad de la generación digital, los controvertidos mileniales, impusieron más cambios. Seguimos hablando de las 4C, pero con otro significado: Comunidad/Contenido/Conversación/Conexión.

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Ya no podemos ignorar las opiniones del cliente: son una retroalimentación valiosa.

Comunidad: ya no se habla solo de clientes, sino de seguidores. Se incorpora el concepto de fidelidad, de lealtad, de una forma más profunda de la que se lo concibió en el pasado. Lo fundamental es que hay interacción, participación activa del consumidor, que nos brinda una retroalimentación enriquecedora. Es la unión de múltiples fuerzas.

Contenido: el consumidor ya no traga entero. Gracias a las facilidades de la tecnología, desempeña un rol activo, es más educado y, sobre todo, está mejor informado. Además, usa para su beneficio una característica que lo favorece: la excesiva oferta. Para tenerlo con nosotros, debemos atraerlo y encantarlo con valor agregado, con contenido.

Conversación: dado que hay infinidad de canales de comunicación, el consumidor aprendió a expresarse, incluso a alzar la voz. Ya no lo podemos ignorar: sus opiniones son muy importantes, porque son las que nos dicen qué quiere y cómo lo quiere. No solo hay que escucharlo, sino que hay que interactuar con él: su voz tiene peso en la relación.

Conexión: la fidelidad, como la entendíamos antes, ya no existe. El consumidor ya no se ata a ninguna marca y ahora es muy exigente. Es prosumidor, es decir, proactivo (ya no pasivo). Necesita que el vínculo se renueve constantemente, se enriquezca, se fortalezca, se reinvente. Nos obliga a ofrecer una experiencia satisfactoria para seguir con nosotros.

La evolución del mercado, y del marketing, es una realidad incontestable. Lo increíble es que todavía hay quienes se comportan como si los consumidores fueron los de hace 40 o 50 años, de la época de nuestros padres. Se niegan a actualizarse y se han convertido en pesados dinosaurios que poco a poco se extinguen. El pasado ilustre no les basta.

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Hay quienes siguen haciendo negocios a la antigua, como hace 40 o 50 años.

Otros, mientras, migraron al mundo digital, pero con las mismas mañas de cuando hacían negocios off-line. Ese es un híbrido condenado al fracaso, porque tener presencia en internet no es garantía de éxito si no cumples con la premisa de brindar un buen servicio y, sobre todo, de proporcionarle al consumidor razones para que siga a tu lado.

Finalmente, estamos aquellos que entendemos que la razón de ser de nuestro quehacer como emprendedores es el cliente y procuramos satisfacer sus necesidades, solucionar sus problemas y ayudarlos a transformar su vida a través de la cristalización de sus sueños. En esa tarea, internet es un aliado espectacular, gracias a las ilimitadas opciones que nos da.