Aquel loable objetivo de “quiero cambiar el mundo, quiero cambiar mi mundo” que habitualmente nos mueve a los emprendedores a veces se queda en un “quiero hacerme rico, quiero ganar mucho dinero”.

Está bien, no voy a ser hipócrita: ¡A todos nos gusta el dinero, porque es una herramienta para brindarles bienestar a aquellos que amamos! Así está inventado el mundo, y por ahora nada lo va a cambiar.

Sin embargo, y créeme que he visto muchas experiencias, el dinero no puede ser, no debe ser, el fin último de tu negocio, la razón de ser de tu emprendimiento.

Cuando lo único que persigues es el dinero, nunca vas a ser feliz: si ganas un millón, querrás diez; si ganas diez, querrás cien; si ganas cien, querrás mil, y así sucesivamente, porque así es la naturaleza del ser humano. Insaciable, voraz.

En cambio, si lo que te motiva, lo que toca las fibras de tu corazón, es servir a los demás, darle solución al problema que los atormenta, pronto te darás cuenta de que igualmente el dinero llegará, pero con un plus: la satisfacción de ayudar al prójimo.

Eso, sin duda, vale más que todo el oro del mundo. Por eso, quiero invitarte a reflexionar con esta historia que a mí mismo me hizo cuestionarme, me conmovió.

El padre Pedro Opelka ayuda a los habitantes de Madagascar a salir de la terrible miseria.

¿Has escuchado del padre Pedro Opeka?

Es un sacerdote argentino que hace casi 50 años está radicado en Madagascar, una isla ubicada en el océano Índico, frente a la costa de África, al oriente de Mozambique.

Colonia francesa hasta 1960, es uno de los países más pobres del planeta, al punto que, como dice el propio padre Pedro, “aquí no hay pobreza, sino una terrible miseria” que agobia a sus 22 millones de habitantes.

Medio millón de ellos, sin embargo, son privilegiados: viven Akamasoa (significa buenos amigos en lengua malgache), a 12 kilómetros de Antananarivo, la capital.

Allí tienen vivienda propia. Pero, no solo eso: la mayoría se defiende en al menos dos idiomas (a veces, tres), los niños van a la escuela, hay hospitales, guarderías, museos, canchas deportivas, bibliotecas y zonas verdes. Y, lo mejor, lo construyeron ellos mismos.

No son ricos, pero atesoran la mayor riqueza del mundo: la satisfacción de haber construido un futuro mejor para los suyos. “Cuando los conocí, vi que eran pobres solidarios, que compartían lo poco que tenían, aunque vivían, literalmente, en un inmenso basurero. ‘¡Por ellos me la juego!’, me dije”, afirma el sacerdote. Y se la jugó, y ganó, porque consiguió que cambiaran su mentalidad y dejaran atrás el pasado.

No fue fácil involucrarse con esas personas, que por su cabellera y barba rubias y sus ojos azules lo rechazaban. Tras varios intentos infructuosos por acercarse a la comunidad, descubrió un lenguaje universal a través del cual podían comunicarse, entenderse, ayudarse: el fútbol.

Al principio, algunos aprovecharon para desquitarse de la vida dándole patadas al reverendo, pero pronto lo vieron como uno más, como uno de ellos.

“Primero, el trabajo, la escuela y la disciplina. Luego, les pregunto qué oficio saben y los pongo a trabajar en eso: si es albañil, a construir”, relata. La premisa, sin embargo, es clara: “A nadie se le regala nada: lo que quieren tener, se lo deben ganar. Si quieren casa, deben trabajar durante cinco años para construirla, con esfuerzo y sacrificio. Regalarles algo es quitarles el coraje y la dignidad, y yo los quiero mucho para perjudicarlos así”.

Akamasoa es el barrio construido por los propios habitantes, guiados por el padre Pedro de Madagascar.

En Akamasoa, cada asentamiento está provisto con huertas para el cultivo de vegetales y frutas, y también arrozales donde el propio padre Pedro se metió a enseñarles a los pobladores cómo debían hacer las tareas.

Algunos escogen estudiar para ser maestros y así perpetuar el ciclo de aprendizaje, mientras que otros más, incluidas muchas mujeres, se desempeñan en las canteras de donde extraen los materiales con los que construyen sus viviendas.

Como hecho anecdótico, la última construcción que se levanta en cada barrio es la iglesia. “Dios ya tiene casa, y estas personas la necesitan”, explica el sacerdote.

Y sale al corte de las críticas: “Esta no es una obra religiosa, sino un trabajo social con la comunidad”.

Por eso mismo, allí hay libertad de culto (él es católico, pero muchos otros son protestantes) y, también por eso, la convivencia es pacífica.

Sin recursos (los dineros provienen de donaciones de ONG y gobiernos europeos), pero con una decidida vocación de servicio, el padre Pedro brinda sus dones, sus fuerzas, sus talentos.

Hoy, aunque Forbes no lo incluye en sus listados, es un hombre multimillonario: atesora el amor y la gratitud de aquellos a los que ayudó a salir de la pobreza y de quienes lo ven como un mesías moderno.

Él descubrió que el mejor negocio del mundo, el más rentable, no es vender, sino servir.

¿Quieres saber más del Padre Pedro?
– Netforgod.net: Misión del padre Pedro con los más pobres en Madagascar
– Juguemos a la radio (Radio Sport): El ángel de los más pobres de Madagascar
– Somos Vicencianos: La labor del padre Pedro Opeka en Madagascar (primera parte)
– Somos Vicencianos: La labor del padre Pedro Opeka en Madagascar (segunda parte)
– Telenoche: El hombre que puede salvar al mundo (primera parte)
– Telenoche: El hombre que puede salvar al mundo (segunda parte)
– Noticias Top: El santo de Madagascar
– RFI: Entrevista al padre Pedro Opeka, con Jordi Batallé
– Amigos del padre Pedro: El viaje de Pedro