Argentina es uno de los países más golpeados por el COVID-19 en Latinoamérica. En el momento de escribir estas líneas, registraba 1.975 casos, con 82 fallecidos. Una grave crisis que llegó para sumarse a otra, la político-económica-social que aquejaba al país desde el pasado mes de octubre, cuando fue elegido presidente el peronista Alberto Fernández y se generó esta inestabilidad.

Como solían decir los abuelos en Colombia, “tras de cotudos, con paperas”. Todo esto que ocurre por cuenta del coronavirus es muy doloroso, sin importar raza, religión, creencias o procedencia geográfica. Sin embargo, el caso de Argentina me duele de manera especial porque allí viven varios clientes y amigos de muchos años. Por fortuna, hasta donde sé, todos ellos están bien.

Argentina es un país graduado una y mil veces en crisis, de cualquier índole. Tristemente, allí hay mucha desigualdad social, unos terribles niveles de pobreza y pocas soluciones efectivas. Pero, dado que toda moneda tiene dos caras, también es un país con gente fabulosa: emprendedora, creativa, recursiva, echada pa’lante, como se dice en Colombia, y también muy solidaria.

Las últimas semanas, los medios de comunicación no han revelado cientos de casos de personas que les han tendido la mano a los menos favorecidos en estos duros tiempos de crisis. Es una lástima, eso sí, que la mayoría de los casos referidos se relacionan con grandes empresarios que aportar gruesas sumas de dinero o, en su defecto, figuras mediáticas como deportistas o artistas.

Y está bien, porque cualquier ayuda es bienvenida en esta situación. Sin embargo, no se trata de dinero porque, tal y como lo demuestra esta crisis, el dinero no es la solución a los problemas del ser humano, como creen tantos. Es una herramienta poderosa, sí; es un medio necesario en la sociedad actual, sí; pero no es la solución ideal. Es el ser humano el que marca las diferencias.

Esa, sin duda, es una de las grandes lecciones que debemos aprender de esta crisis: nada de lo material que poseemos sirve para acabar la crisis, todo lo material, incluido el dinero, pasa a un segundo plano cuando nos enfrentamos a una pandemia global, cuando más de 100.000 personas han perdido la vida y las cifras de contagio y de muertes no cesan de aumentar. ¡Es muy doloroso!

Por eso, los casos que voy a referirte a continuación me resultan tan reconfortantes. Se trata de persona anónimas, ciudadanos de a pie que a través de su trabajo han ayudado a otros. Ninguna de ellas es médica o personal de salud, sino un cocinero, un entrenador de boxeo y una peona de limpieza, como la llaman en Argentina, que confirman que le mejor negocio del mundo es servir.

El primero es Gastón Riveira, propietario de la parrilla La Cabrera, una de las más reconocidas de Argentina. Como a tantos otros establecimientos comerciales, las medidas preventivas lo obligaron a cerrar las puertas de su negocio. Sin embargo, a diferencia de muchos otros que se dedicaron a quejarse y a maldecir la situación, Gastón se enfocó en ayudar a otros afectados.


Mercadeo Global - Álvaro Mendoza

Gastón Riveira, propietario de la parrilla La Cabrera, dona raciones a los varados en aeropuertos.


Por estos días de crisis, a diario los medios de comunicación nos cuentan que algunos millonarios y figuras mediáticas como deportistas y artistas donan dinero. Sin embargo, la solución no está en el dinero y las inspiradoras historias de Gastón, Walter y Valeria nos lo demuestran.


Cuando Gastón abrió el primero de sus restaurantes, por allá en 2002, en el barrio Palermo Viejo, de Buenos Aires, Argentina, para variar, estaba en crisis. Entonces, es un tema que conoce bien, una competencia que tiene bien medida. Y sabe, también, que la única solución a una situación traumática como esta es trabajar en equipo y, sobre todo, hacer el bien sin mirar a quién.

Y eso es, justamente, la premisa que cumple desde hace algunas semanas. La idea, reconoce, no fue suya, sino del consulado argentino en México, desde donde le consultaron si podía hacer algo por los pasajeros en tránsito que se habían quedado varados en el aeropuerto del DF. Fue cuando Gastón decidió reabrir su restaurante para ayudar a esas personas en situación de grave riesgo.

La ayuda solidaria comenzó en el aeropuerto de la capital mexicana y, dado el éxito que alcanzó, se ha replicado en otras terminales aéreas del continente, como las principales de Chile, Bolivia y Perú. La comida es preparada en el restaurante de cada ciudad y luego los empleados de los consulados argentinos los recogen y luego los entregan en medio de drásticas medidas de higiene.

“Es un pequeño grano de arena en este momento tan especial. Pudimos hacerlo gracias al apoyo de nuestros socios en cada uno de los países donde nos encontramos”, dice Riveira, a quien lo impactó la respuesta de esas personas a las que su ayuda les cayó como del cielo. “Fue algo espectacular, la gente estaba superagradecida y emocionada. Eso me llenó el corazón”, afirma.

El segundo protagonista de estas inspiradoras historias se llama Walter Sosa, el Pana para sus conocidos. Honor y Patria se llama la escuela de boxeo que él dirige en Villa Hidalgo, una pequeña y deprimida localidad del partido de San Martín. Según las autoridades, es uno de los lugares más peligrosos del Gran Buenos Aires, que además está rodeado de otras localidades de mala reputación.

Cuando comenzó la crisis y las autoridades decretaron la paralización de las actividades no esenciales, se suspendieron las clases de box. Sin embargo, el lugar no cerró las puertas; por el contrario, las abrió de par en par para atender a los más necesitados, que son muchos, en especial los adultos mayores. El gimnasio, por obra y gracia del coronavirus, ahora es un comedor comunitario.

“A través de la escuela, tratamos de ayudar a quien se pueda”, dice el Pana Sosa. De hecho, el lugar es reconocido no porque de allí haya surgido uno de los varios campeones mundiales que ha tenido Argentina, sino porque siempre dice presente a la hora de dar la mano. Son famosas las actividades para recolectar fondos para los más necesitados o para celebrar las fechas especiales.

“Cuando alguien del barrio sufre un accidente o le diagnostican una enfermedad que le impide trabajar, organizamos un festival de box y donamos lo que se recaude. El Día del Niño, también, se arman peleas y lo que se cobre por las entrada y los chorizos y los refrescos va a un comedor del barrio, cuenta. Y la labor social se extiende a la Unidad 58, la cárcel de San Martín, entrenando a los reclusos.


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Walter ‘el Pana’ Sosa, con sus amigos, convirtió la escuela de boxeo en comedor comunitario.


Como pocos en el mundo, los argentinos saben de crisis de distinta índole. De hecho, hay quienes dicen que no conocen otro estado de vida que la crisis y, por eso, han desarrollado una sensibilidad social extraordinaria. Servir a otros en labores sencillas, el mejor propósito de vida.


Lo mejor es que todas estas labores se hacen ad honorem, es decir, sin ánimo de lucro. De hecho, los que acuden al gimnasio no pagan una cuota fija y solo se les pide que colaboren para pagar los servicios. Por supuesto, en la misma tónica está el comedor improvisado que atiende los lunes, miércoles y viernes, aunque recientemente también, los sábados, en virtud de la gran demanda.

“Los comedores del barrio están llenos y, por eso, muchos terminan acá. La mayoría son abuelitos que no tienen quién vele por ellos. Hacemos lo que podemos, porque no contamos con los recursos para atenderlos indefinidamente”, asegura. Y la situación apremia: “hoy tenemos para comprar y cocinar, pero puede que la semana que viene nos quedemos sin un peso y salgamos a pedir”, agrega.

A el Pana Sosa lo acompañan en esta labor otros cuatro amigos que, entre todos, financian la operación del comedor y realizan las tareas. Algunos ponen dinero, otros consiguen mercancía y otros cocinan, o todos hacen de todo. Lo único que abunda allí es el amor por el prójimo, el deseo de ayudar, la sensibilidad social. ¿El pago? La gratitud de las personas, el mayor tesoro del mundo.

Finalmente le llegó el turno a Valeria Felice, una humilde mujer de 30 años, casada y madre de un niño de 4, que desde mayo de 2019 trabaja como aseadora en la Línea E de la empresa Subterráneos de Buenos Aires. La estación Correo Central era su habitual lugar de trabajo, pero la llegada del coronavirus provocó que la trasladaran al extremo opuesto del recorrido, en Virreyes.

De ella y otros 700 empleados del subte, entre los que se encuentran guardas de seguridad, choferes, maniobristas y personal de estaciones y talleres, depende que quienes viajan a cumplir funciones esenciales en estos tiempos no se contagien en el traslado. Por supuesto, también debe velar por su cuidado personal, pero no tiene elección: necesita trabajar, no se puede quedar en casa.

Ahora se la ve, armada de un par de guantes y un barbijo (como llaman en Argentina la mascarilla), dedicada a limpiar los vagones y vestuarios de personal en la terminal. Y, aunque está orgullosa de la labor que realiza, no puede ocultar el miedo: “la ropa que uso en el trabajo la dejo en el subte, pero andar por la calle me hace sentir que a llegar a casa puedo contagiarlos”, confiesa.

Por decisión de la empresa, trabaja dos días seguidos y descansa los dos siguientes, por prevención. Ese tiempo libre lo utiliza para estar con su familia, en el popular barrio de Liniers, y para estudiar. Adelanta estudios de Gestión de Arte y la Cultura, en la Universidad de Tres de Febrero (UTREF), y estos días, por cuenta de la epidemia, asiste a las clases virtuales.

Como ves, no se trata de dinero, que ayuda, lo sé. Sin embargo, la gran enseñanza de esta crisis, al menos para mí, es cuán útiles podemos ser para otros sin esperar nada a cambio, sin ánimo de lucro, simplemente aprovechando nuestro conocimiento y experiencia, nuestros dones, talentos y pasin. Gastón Riveira, Walter ‘el Pana’ Sosa y Valeria Felice son clara muestra de ello.


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Valeria Felice limpia y desinfecta vagones y vestuarios del personal del subte de Buenos Aires.