“¿Cómo supiste, cómo te diste cuenta de que era el momento de empezar?”. Esta pregunta me la formularon en unos de mis eventos presenciales y, la verdad, me causó sorpresa. De hecho, lo confieso, ¡jamás lo había pensado!, así que, antes de dar una respuesta tuve que tomarme unos segundos para pensar. Unos pocos segundos que parecieron una eternidad.
“Nunca lo supe, nunca me di cuenta. Solo le hice caso a lo que mi corazón me indicaba”, respondí. No puedo olvidar la decepción que se dibujó en el rostro de quien me hizo aquella pregunta. No sé qué esperaba que le dijera, pero cualquier otra cosa que le hubiera dicho era una mentira. Y si me lo preguntaran hoy, otra vez, es seguro que la respuesta sería la misma.
La semilla de la procrastinación, aquel mal que nos lleva a aplazar una y otra vez esas tareas que sabemos están pendientes y debemos emprender pronto, es el síndrome del momento perfecto (o ideal). ¿Sabes a qué me refiero? A que nos sentamos a esperar que los planetas se alineen, a que los astros nos den su bendición o alguna otra circunstancia que no se dará.
Soy un convencido de que parte de la magia de la vida es su capacidad para sorprendernos. Es decir, para darnos aquello que anhelamos inclusive antes de que lo soñemos. ¿Por ejemplo? Un día, mientras viajas al trabajo en el transporte público, conoces a esa persona que, tiempo después, se convertirá en tu pareja, en la madre de tus hijos, en su alma gemela.
¿Lo planeaste? No, imposible. ¿Saliste de tu casa ese día pensando en que ibas a conocer a la mujer de tu vida? No, tampoco. ¿Entonces? Fue la vida, caprichosa y traviesa, que realizó el match. O, si lo prefieres, fue la mañana en la que Cupido se acordó de ti. Era un día más, uno cualquiera, no el día perfecto. Sin embargo, ese momento cambió tu vida.
Pero, cuidado, no te olvides de algo importante. Quizás, esa mujer había viajado en el mismo transporte público que tú otra veces, solo que no le habías prestado atención. En cambio, ese día la viste, notaste que era especial y distinta y despertó tu curiosidad. Por eso, justamente, te diste mañas para acercarte y comenzar una conversación informal que terminó el algo muy formal.
Lo que quiero que entiendas que es siempre es el momento perfecto (o ideal). Sí, ya sé que esta es una premisa opuesta a lo que estamos acostumbrados a escuchar, distinto de lo que nos enseñan. El problema es que eso que nos dicen, lo que nos enseñan, es mentira. ¿Por qué? Porque nadie, absolutamente nadie, tiene control sobre su vida, sobre lo que le sucede.
Lo único que podemos hacer, que de hecho es un privilegio invaluable, es tomar decisiones. ¿Qué hubiera ocurrido si ese día, en el transporte público, decides no acercarte a esa mujer? Nada, no pasaba nada. O, quizás, dos opciones: una, no sería tu pareja, la madre de tus hijos; dos, a lo mejor Cupido se las arreglaba para concertar otra cita casual algún otro día.
Si bien casi nunca me lo dicen abiertamente, son muchas las ocasiones en las que me encuentro con personas valiosas, con conocimiento y experiencias poderosas, que no pueden cumplir sus sueños porque no dan el primer paso. ¿El motivo? Están a la espera del momento perfecto (ideal). Lo que no han percibido es el momento perfectoes ahora, es hoy.
Aplazar decisiones, importantes o triviales, a la espera del momento perfecto es tan solo una necedad. Discúlpame si eres una de esas personas, pero esa es la realidad. Como cualquier ser humano, en algún momento de mi vida yo caí en esa trampa y postergué decisiones, una y otra vez. ¿Y sabes qué sucedió? Nada, absolutamente nada, el momento perfecto nunca llegó.
Te cuento una experiencia: cuando comencé mi trayectoria como emprendedor, mi primer producto fue un libro sobre marketing. Duré casi un año en el proceso de escritura porque me preocupé de que contemplara todos y cada uno de los aspectos que consideraba necesarios y, en el fondo, deseaba que fuera perfecto. Cuando por fin salió al mercado, me sentí feliz.
Fue, sin embargo, una felicidad efímera. ¿Por qué? Porque el contenido de ese libro perfecto se desactualizó al cabo de tres meses. Y era lógico: el mundo de la tecnología avanza a grandes velocidades, evoluciona todos los días y nada permanece estático. Fue un duro aprendizaje porque el fruto de meses de trabajo se esfumó antes de que pudiera disfrutarlo.
Fue, entonces, cuando aprendí otra premisa que hoy no solo pongo en práctica cada día, sino que además la transmito a mis clientes y discípulos. ¿Sabes a cuál me refiero? Aquella de que los emprendedores construimos el avión mientras lo vamos volando. Si te esperas a tener listo el avión, la competencia se llevó tus clientes y tu oportunidad se desperdició.
“Es mejor hecho (a medias) que perfecto”, sin duda. ¿Por qué? Porque, aunque ese producto o servicio que ofreces al mercado sea muy bueno, siempre habrá posibilidad de mejorarlo, de complementarlo, de innovarlo con nuevas características o beneficios. El iPhone es muestra de ello: si comparas el primer iPhone, que salió en 2007, con el iPhone 16, hay una galaxia de diferencia.
Es el mismo producto, el teléfono celular de Apple, pero la diferencia entre uno y otro es, literalmente, abismal. ¿Te imaginas qué hubiera ocurrido si esa empresa se hubiera quedado esperando el momento perfecto? Más bien, pusieron a volar el avión y a lo largo de casi dos décadas lo han construido, lo han convertido en una máquina poderosa. ¿Entiendes?
Lo que hay detrás de ese síndrome del momento perfecto es el miedo a equivocarnos. Solo que no nos damos cuenta de que, irónicamente, esa procrastinación es el error. Lo peor, ¿sabes qué es lo peor? Que dado que el tiempo es imposible de recuperar, que no puedes dar marcha atrás al reloj (o al calendario), ese tiempo no volverá, se perdió irremediablemente.
Otro miedo que se esconde tras la búsqueda del momento perfecto es el de ser rechazados. Es, entonces, cuando nuestra mente se atormenta con preguntas como ¿y qué pasaría si…?, o ¿qué pensaría el mercado si…? Nos inquieta tanto la idea de que el mercado desapruebe nuestro producto, que no colme las expectativas, que recurrimos a la excusa perfecta (“todavía no está listo”).
Un producto o servicio está listo cuando cumple con el estándar mínimo, cuando está en capacidad de solucionar la necesidad que dio origen a la idea. Si soluciona el problema, ya es perfecto, más allá de que su presentación no sea óptima, de que el empaque no sea el ideal, de que el video no te haya dejado satisfecho, de que el curso se pueda mejorar…
Les agradezco a Dios y a la vida, así como a mis mentores, que pude superar ese síndrome del momento perfectocuando apenas comenzaba mi trayectoria. Fue doloroso, sin duda, pero también fue enriquecedor: me di cuenta de que era una estrategia para no lidiar con mis miedos y, por otro lado, de que el mercado no quiere productos perfectos, sino soluciones efectivas.
Ahora, ¿qué pensarías si te digo que hay una fórmula (no mágica) para erradicar, de una vez y por todas, ese síndrome del momento ideal? ¿Te gustaría saber cuál es? Asumo que sí estás interesado, así que te la voy a revelar: valida tu producto (o servicio). ¿Sabes qué significa validar? Poner a consideración de un segmento del mercado un prototipo de tu producto.
Es lo que, en otras palabras, conocemos como testear tu producto. En un escenario que puedes controlar, con bajo riesgo, presentas tu producto a clientes potenciales y atiendes sus opiniones y críticas. Lo fundamental es recolectar tanta información como sea posible para realizar las mejoras necesarias o, si lo prefieres, para comenzar a construir el avión.
Ten cuidado, eso sí, de que esta validación no se convierta en el punto de partida del síndrome del momento perfecto. Es decir, que te quedas en el proceso de incorporar las mejoras sugeridas y no lo lanzas al mercado abierto. Lo ofreces y, si descubres que hay posibilidad de mejorarlo más, ejecutas ese proceso tras bambalinas, mientras vendes.
Cada vez que recuerdo aquella pregunta de “¿Cómo supiste, cómo te diste cuenta de que era el momento de empezar?” agradezco no haberlo percibido. Porque, quién sabe, no me habría atrevido a dar el primer paso. Seguí mis instintos, atendí el llamado que me hacía el corazón y me dejé llevar. Y ha sido un viaje maravilloso, a pesar de haber sufrido por las turbulencias.
El peor error que se puede cometer es no hacer nada por miedo a cometer un error. Y no es un trabalenguas, por cierto. Comienza con lo que tengas, aprovecha al máximo los recursos de que dispongas y haz lo mejor que puedas. ¡Eso es suficiente, créeme! En el camino, en el día a día, aprenderás cómo mejorar, cómo optimizar los resultados, cómo ser más eficiente.
Piénsalo de esta manera: cuando entraste a la universidad, tenías una idea básica de lo que se trataba la carrera que habías elegido. Sin embargo, lo desconocías casi todo (por eso estabas ahí). Pusiste a volar el avión y en cada clase, cada semestre, avanzabas en la construcción. Hoy, fíjate, eres un piloto experimentado con miles de horas de vuelo…
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