“Es duro fracasar, pero es peor no haber
intentado tener éxito” – Theodore Roosevelt
¿Recuerdas cuándo cometiste el último error? ¿Hace solo unos segundos? ¿Pocos minutos antes? ¿Hace unas horas? Equivocarnos es lo que más hacemos los seres humanos a lo largo de la vida. Cada día, todos los días, cometemos errores y vivimos amargados por ellos, sin entender que no son más que valiosas lecciones de la vida.
Es producto del modelo educativo en el que crecimos y nos formamos: demasiadas prohibiciones y escasas libertades. Nos enseñan a “No hacer”, pero no nos enseñan a “Hacer”. Entonces, cuando crecemos, cuando debemos que tomar el control de nuestra vida y llevarla por el camino que conduce a nuestros sueños, no sabemos qué hacer.
La gran cantidad de errores que cometemos cada día está fundamentada en dos hechos: miedos y malas decisiones. Los miedos surgen de esa educación castrante: “No hagas”, “No digas”, “No comas”, “No llores”, “No sufras”, “No hables”… Es una lista larga, casi interminable, que nos motiva a levantar infinidad de obstáculos para protegernos.
Las malas decisiones, mientras, son consecuencia de los miedos, pero también se sustentan en la falta de conocimiento: dado que no aprendemos de los errores que cometemos, nos involucramos en un círculo vicioso del que es muy difícil liberarse. Peor aún, nos familiarizamos con el error, casi que nos encariñamos con él.
El error, amigo mío, es el mejor maestro que la vida pone a nuestra disposición. Por error, ponemos un dedo sobre el fogón prendido y aprendemos que hay que tener cuidado con la candela. Por error, no resistimos la tentación de correr sobre el baldosín mojado y sufrimos una dura caída; aprendemos a tener precaución en las superficies deslizantes.
El error es simplemente una señal de alerta. Como el pare (Stop) que hay en una esquina y que nos previene de un cruce peligroso. O la tos y la congestión nasal que nos indican que nuestras defensas están bajas y podemos contraer un resfriado. O el malestar estomacal que nos dice que ya comimos suficiente y corremos riesgo de indigestarnos.
Todo el tiempo, todos los días, recibimos mensajes que son señales preventivas. Y casi siempre las omitimos: ¡ese es el error! En nuestro negocio, quizás, empezamos a notar que las consultas en la web descienden, que el número de ventas se estancó, que los clientes no abren los emails que enviamos, y nos hacemos los de la vista gorda. ¡Error!
Si nos enseñaran a sacar provecho de las equivocaciones, a desarrollar
la capacidad para levantarnos y seguir adelante después de un fracaso,
la vida sería más sencilla y, sin duda, mucho más feliz.
Hace un tiempo, conversando sobre este tema con un amigo de vieja data, reíamos por lo irónica que puede ser la vida. Estamos en capacidad de escribir un corto libro relatando nuestros aciertos, pero también podríamos publicar una gran enciclopedia, de esas de antaño, con tomos enormes, enumerando la cantidad de errores que hemos cometido.
Producto de ese sistema educativo en el que crecimos, percibimos el error como una molestia. Procuramos evitarlo y, si tropezamos con la misma piedra, nos lamentamos, lloramos un poco y seguimos adelante. Irónicamente, cometemos un error más grande: no sacamos provecho de las enseñanzas que nos brinda esa experiencia.
En la edición de diciembre de MG La Revista, el tema central fue el éxito. Sin embargo, tú y yo sabemos que toda moneda tiene dos caras y la opuesta al éxito es el fracaso. Que, por lo general, es consecuencia de nuestros errores. Por eso, cuando aún hay tiempo para reflexionar y planificar el nuevo año, te propongo profundizar sobre este tema.
Como persona común y corriente, como emprendedor y mentor y como sicólogo de profesión, debo reconocer que el error y el fracaso no han sido ajenos para mí. Pero, ¿sabes?, esa es mi gran fortuna: cuanto más me equivoco, más aprendo; cuanto más aprendo, más puedo enseñar; cuanto más enseño, más pleno y feliz soy.
Como tú, como cualquiera, durante mucho tiempo fui tolerante con el error y hasta llegué a entablar amistad con el fracaso. Hasta que un día vi que mi vida era un desperdicio, que no tenía pies ni cabeza y decidí dar un giro de 180 grados. Eso, de ninguna manera, significa que ya no cometa errores: lo hago, y a veces son costosos, dolorosos, penosos…
Lo cierto es que no sé en dónde estaría hoy si en el pasado no hubiera cometido esos errores, si no hubiera fracasado como lo hice. Quizás, paradójicamente, sería un hombre fracasado. Aprendí que hay que saber convivir con el error y con el fracaso, porque son intrínsecos de la naturaleza humana, pero solo para aprovechar lo nos enseñan
Aprendí, también, que el peor error, el más doloroso de los fracasos, es que un tropiezo sea el final de tu camino. Un obstáculo, un revés, una quiebra, una pérdida, no son más que eso, accidentes en el camino. Pruebas que nos pone la vida para saber de qué estamos hechos, para que entendamos
cuán valiosas son las herramientas que poseemos.
Hoy, con orgullo y satisfacción, puedo decir que soy una persona feliz y exitosa. ¡Hoy! Por eso, cada día hago mi mejor esfuerzo para revalidar esos estados que me impulsan a seguir adelante. A eso llegué gracias a lo que aprendí de los errores, a que me levanté después de cada fracaso, a que no me rendí. Ese, sin duda, ha sido mi mayor éxito…
ninguno