Los 90 fueron los años dorados para los aficionados al tenis. En especial, para quienes seguíamos la acción de los torneos femeninos. Había jugadoras de gran calidad técnica, de un elevado espíritu competitivo, de una belleza encantadora y un carisma arrollador, una mezcla maravillosa que le dio realce a una década inolvidable.
Steffi Graf, Monica Seles, Martina Navratilova, Gabriela Sabatini, Martina Hingis, Arantxa Sánchez-Vicario, Jennifer Capriati y Mary Pierce, entre otras, nos deleitaron a los aficionados. Además de ellas, sin embargo, hubo otra jugadora que, aunque brilló mucho menos en los campos de juego, se ganó un lugar en nuestros corazones: Anna Kournikova.
Nacida el 7 de junio de 1981 en Moscú, desde comienzos de los años 90 su nombre se instaló en el vocabulario de los seguidores del tenis. Desde Rusia se daba cuenta del nacimiento de un talento singular, una jugadora llamada a provocar una revolución. Por aquel entonces, los tenistas de ese país estaban lejos de los mejores del planeta.
Sus padres, ambos deportistas (él, luchador grecorromano; ella, atleta), la incentivaron a que practicara alguna disciplina y ella, a los 5 años, escogió la raqueta de tenis como compañera de aventuras. Pronto, afloraron un talento especial, un carácter determinado y un futuro promisorio. Por eso, con solo 9 años, la familia cruzó el Atlántico.
Atento a cazar talentos que le dieran lustre a su ya famosa academia, el entrenador Nick Bolletieri puso sus ojos en Kournikova y se la trajo para Bradenton, en el estado de La Florida. Allí, en lo que para algunos era un campo de concentración para los deportistas, se habían formado la serbia Monica Seles y el estadounidense Andre Agassi.
No tardó mucho Kournikova en brillar en las competencias juveniles en las que, además de su calidad técnica y sus triunfos, acaparó las miradas y la atención por su inigualable belleza. Por aquel entonces, esa no era una cualidad que se tuviera en cuenta en los courts, pero esa fue la primera revolución que Anna provocó en las canchas.
Con apenas 15 años, en 1996, atrajo miradas al clasificar al U.S. Open, en el que solo se rindió a la potencia de la alemana Steffi Graf, la número uno del momento y a la postre la campeona. Debo confesar que era uno de tantos que pasaba horas frente al televisor viendo a Anna Kournikova: no importaba el torneo, ni la rival; importaba Anna Kournikova.
La última aparición pública de Anna Kournikova fue en noviembre de 2016,
en Miami. Recientemente despertó curiosidad, por su ausencia en el
matrimonio del tenista Fernando Verdasco y Ana Boyer, hermana de Enrique.
En 1997, en su segundo año como profesional, avanzó hasta las semifinales en el torneo de Wimbledon, en Londres, un resultado fantástico para una debutante en la Catedral del tenis. La suiza Martina Hingis, que luego sería su compañera en torneos de dobles, la apeó de la final y nos destrozó el corazón a cientos de miles de fans de Anna en todo el mundo.
Aunque no conseguía ganar un título individual, Kournikova era una de las grandes estrellas del tenis femenino de la época. No solo ocupaba generosos espacios en las páginas deportivas, sino que también era habitual protagonista en las revistas de farándula, que la convirtieron en una celebridad y, también, en una joven millonaria.
En un caso poco habitual, Kournikova ganó por fuera de los campos lo que no conseguía en ellos: sin demasiado esfuerzo, se consolidó como una cotizada modelo y prestigiosas firmas le extendieron jugosos contratos para que las representara. Eso, y algunas actitudes que la prensa calificó como prepotentes, le granjearon la envidia de sus pares.
Haber llegado a las finales de Miami (1998), Hilton Head (1999), Moscú (2000) y Shanghái (2002) fueron sus logros más significativos en singles, a pesar de que no pudo alzar ningún trofeo. Además, algunos problemas físicos le provocaron no pocas molestias y, de la misma manera que irrumpió con fuerza en el circuito, de pronto su llama se extinguió.
Para rematar, su vida personal era la comidilla preferida de los medios amarillistas. Tras meses de especulaciones, se conoció que se había casado a las escondidas con el jugador de hockey Sergei Fedorov, una unión que duró menos que un suspiro. Los ataques contra Kournikova fueron subiendo de todo, mientras su tenis caía en picada.
Se reinventó y triunfó
También se le atribuyeron romances con el tenista australiano Mark Philippousi y con el cantante mexicano Pablo Montero. La prensa especializada la criticó con dureza por sus poses y porque nunca superó la categoría de promesa, nunca cuajó. Se habló, entonces, de fracaso y, aunque tenía toda una vida por delante, se la trató como una exjugadora.
Hasta que en noviembre de 2001 la vida le abrió una puerta, una inesperada. El cantante español Enrique Iglesias, hijo del connotado Julio Iglesias, la invitó para que hiciera parte del videoclip de su nuevo tema Escape. La grabación se hizo Long Beach (California) y se dijo que no había existido química entre la pareja, que Anna había terminado decepcionada.
Sin embargo, al poco tiempo su nombre volvió a provocar grandes titulares en los medios: Enrique y Anna eran pareja. Ella aún se hacía mencionar en los campos de tenis como coequipera de Hingis, con la que ganó dos títulos del Abierto de Australia (1999 y 2002), pero pronto el deporte pasó a un segundo plano y Kournikova despareció del panorama.
Finalmente, se retiró en 2005 y se dedicó a sus negocios particulares, especialmente a su carrera en el modelaje. Aunque los paparazzi los persiguieron obsesivamente, Iglesias y Kournikova se las arreglaron para mantenerse fuera del radar mediático, como si se hubieran vuelto invisibles. Y así se mantuvieron hasta el pasado 16 de diciembre.
Ese día, el mundo conoció la noticia que puso de nuevo a Kournikova en los primeros planos: acababa de ser madre de mellizos: Nicholas y Lucy. Lo increíble es que nunca se supo que estaba embarazada, un estado que ella guardó como el secreto más grande del mundo. Y desde ese día, así mismo, es poco o nada lo que se sabe de Anna y sus hijos.
Esta historia de Anna Kournikova, que todavía nos arrebata suspiros con su belleza, me deja tres grandes lecciones de las que los emprendedores podemos aprender:
1) El éxito y la felicidad no es lo que otros te impongan, sino que tu corazón te marque. Anna Kournikova hizo su mejor esfuerzo por ser una tenista sobresaliente y dejó una huella. Luego, cuando la vida le indicó otro camino, descubrió que por ahí también podía cumplir sus sueños. No renuncies a lo que deseas por el qué dirán: sigue a tu corazón.
2) La vida no es un libreto establecido, inmodificable. Es, como un negocio, algo dinámico que cambia constantemente. Lo importante es que, en cada etapa, en cada proyecto, halles lo que te hace feliz, lo que te permite sacar provecho de tus dones y virtudes. Hoy, fuera de los campos, Anna Kournikova es una empresaria exitosa, una mujer feliz.
3) Ser visible y reconocido, tener exposición en las redes sociales, no te garantiza éxito y felicidad. Kournikova se desapareció del radar de los medios y es una mujer feliz, realizada. A los 36 años, tiene toda una vida por delante para seguir cumpliendo sus sueños y, lo mejor, para ver crecer a sus hijos. Ese, sin duda, es su más grande triunfo.