Unas de las personas que más admiro en la vida son los deportistas de alto rendimiento. Como solía decir un amigo que conoce el tema, son unos bichos raros. Su vida está llena de sacrificios, de límites autoimpuestos, de exigencias y, lo que más me llama la atención, de mil y una adversidades que se compensan con apenas una sola alegría.
Lo que nunca entendí, sin embargo, es cómo hacen para lidiar con el éxito. Al igual que ocurre en el mundo de los negocios, en el deporte profesional he visto a muchos ídolos que después de estar en la cima, aunque parecían indestructibles, mostraron su lado más humano y fueron presa de su propio éxito. El golfista Tiger Woods es un ejemplo.
Otro es la mujer de la que te voy a contar a continuación, una de las tenistas que más me atrajo: la suiza Martina Hingis. A los 37 años, tras caer en las semifinales del torneo de dobles de la WTA Finals, en Singapur, a finales de octubre, le puso fin a su brillante carrera deportiva. Es la tercera vez que se despide y esta, al parecer, es la definitiva.
En compañía de la taiwanesa Yung-Jan Chan, Hingis cayó 4-6 y 7-6 con la pareja de la húngara Timea Babos y la checa Andrea Hlavackova. Con eso, no solo puso punto final a una temporada llena de alegrías, encumbrada en el número uno del ranquin mundial, sino también a una dilatada trayectoria que comenzó muy temprano, cuando tenía 13 años.
“Es mejor decir adiós estando en la cima”, aseguró la suiza en la conferencia de prensa posterior al encuentro. “Martina fue en parte la que me mostró cómo se hacía todo. Fue fantástico para Suiza tener a una jugadora así, tuvimos mucha suerte. Siempre fui su fan y siempre lo seré”, dijo el gran Roger Federer, que siempre la vio como una inspiración.
Hingis se fue con 25 títulos de Grand Slam desde su debut en 1994: 5 en individuales, 7 en dobles mixtos y 13 en dobles femenino. Fue número uno durante 209 semanas en individual y por 67 en dobles. Y en esta, su última temporada, alzó el trofeo en los torneos de dobles y mixto del U.S, Open y el mixto de Wimbledon. ¡Increíble!
Martina nació en Kosice, hoy territorio de Eslovaquia (entonces, pertenecía a la extinta Checoslovaquia), con el ADN del tenis en su sangre. Sus padres practicaban el deporte blanco y la bautizaron así en honor a su compatriota Martina Navratilova, una de las leyendas vivientes no solo del mundo de las raquetas, sino del deporte en general.
Con mucha vida por delante, lejos de las competencias oficiales, Martina
Hingis tiene una asignatura pendiente: demostrar que en la vida personal
también puede ser feliz y exitosa como lo fue en los campos de juego. ¿Podrá?
Su vida cambió drásticamente cuando, a los 4 años, sus padres se separaron. Tres más tarde, junto con su madre Melanie Molitor, ella se fue a Suiza, donde echó raíces. Su debut profesional se produjo en el Open de Zurich, en 1994, con tan solo 14 años, marcando una característica que la hizo famosa: la precocidad.
Ese paso significó dejar las aulas escolares, una decisión de la que nunca se arrepintió. “Definitivamente, para mí era mucho más divertido jugar al tenis que ir al colegio”, aseguró en varias entrevistas. En aquel entonces, el tenis femenino era dominado por la alemana Steffi Graf, que compartía honores con la española Arantxa Sánchez-Vicario.
También estaban la serbia Monica Seles, la francesa Mary Pierce y las estadounidenses Venus Williams y Lindsay Davenport. Con esos nombres, el tenis femenino adquirió una connotación física que antes solo estuvo vinculada a Navratilova. Por eso, cuando Hingis irrumpió con fuerza en el circuito profesional, para los aficionados fue como un oasis.
Delgada y poco musculosa, su fortaleza estaba en la depurada técnica y en su carácter fuerte y aguerrido. Luchaba cada pelota como si fuera la última de la vida y se daba mañas para enfrentar a las poderosas rivales que le tocaron en turno. Y a todas las venció, una tras otra, hasta llegar a la cima: fue número el 31 de marzo de 1996.
Desde ese día, con 16 años, 6 meses y un día, y por 209 semanas consecutivas, Hingis fue la reina del tenis. Hasta hoy, ninguna otra jugadora pudo quebrar esa marca. Su tenis armónico y artístico, lleno de elasticidad y de técnica, como antaño, le permitió distinguirse, igual que su eterna sonrisa, sus arrebatos temperamentales y su éxito.
Una asignatura pendiente
El año de su irrupción fue 1997, en el que ganó los abiertos de Australia, Estados Unidos y Wimbledon (Inglaterra), tres de las gemas del Grand Slam. Sin embargo, a la par de sus triunfos, sufrió por continuas lesiones que, finalmente, en 2002, luego de someterse a dos operaciones en los ligamentos de los tobillos, la obligaron a decir adiós temporalmente.
Estaba en la cima, tenía solo 22 años, pero se enfrentaba a un monstruo que no pudo dominar: su obsesión por ser la mejor. Sufrió por la ansiedad y las discusiones con los jueces se hicieron cada vez más frecuentes. Hasta que no pudo más: ante el asombro de aficionados, rivales y medios de comunicación, se despidió, de manera precoz.
“Ahora mismo, mi regreso a la competición es inimaginable. No tengo planes de volver. He sido la número uno y sé exactamente lo que se requiere para volver a serlo. Creo que no estoy ahora capacitada para ello. Pero, no puedo contentarme con menos. Soy feliz. Tengo una vida muy llena fuera del tenis. Esto es un adiós definitivo”, dijo entonces.
Sin embargo, regresó. No fue una etapa brillante y, lo peor, tuvo un final abrupto: en 2007 fue acusada de dopaje, pues un análisis realizado durante el torneo de Wimbledon arrojó positivo por cocaína. Siempre negó que fuera cierto, pero la presión del ambiente la obligó a dar un paso al costado. Uno que parecía definitivo. Parecía, pero no lo fue.
En efecto, tras seis años alejada del circuito profesional, en 2013 regresó de nuevo. “Mi espíritu competitivo está aún muy vivo y me encanta estar en la pista”, dijo. Más relajada, con la sonrisa de siempre, madura y tranquila, volvió a la cima tras ganar 13 coronas en dobles y 7 en mixtos. También fue medallista de plata en los Juegos Olímpicos, a los 36 años.
Sacrificó su niñez y su juventud por el sueño de ser tenista profesional. Escaló hasta la cima e impuso una marca personal, un sello, que la hizo inolvidable. Triunfó, pero el éxito se convirtió en su peor enemigo y estuvo a punto de devorarla. Debió reinventarse, una y otra vez, hasta encontrar una nueva versión que le permitiera ser feliz.
“Siempre formaré parte del tenis, de algún modo estaré conectada. Ahora necesito alejarme un tiempo. Definitivamente, no voy a echar de menos el día a día, levantarme a entrenar. Y luego están todos los viajes, que de ningún modo añoraré. Personal y profesionalmente han sido los años más enriquecedores de mi vida, pero llegó la hora”.
De Martina Hingis aprendí que nada es para siempre: ni el éxito, ni los fracasos. También, que por más alto que hayas llegado siempre estás expuesto al error, y debes saber cómo enfrentarlo. Y entendí que hay que vivir el momento, el día a día, porque la vida es un incesante sube y baja en el que debes estar dispuesto a reinventarse una y otra vez.