Este fue un mal que, de manera increíble, sí duró cien años. Sin embargo, a medida que las últimas hojas del calendario del siglo XX cayeron, pasó al olvido. Y con las primeras luces del siglo XXI la evolución que se había iniciado en los años 90, por cuenta de Robert F. Lauterborn, un académico que tuvo la virtud de encontrar un nuevo ángulo a la forma de hacer marketing, se consolidó.

Lauterborn es conocido por ser uno de los pioneros de un concepto que revolucionó la forma de hacer los negocios: integró la comunicación al marketing. Durante mucho tiempo, diríamos que durante un siglo (el siglo XX), durante cien años, el marketing fue un camino de una sola vía: el productor (dueño/creador del producto) le daba al mercado lo que, a su juicio, él decidía.

El cliente, en pocas palabras, siempre estuvo subordinado a las decisiones y/o a los caprichos del productor. Su rol era completamente pasivo, sin voz ni voto: debía limitarse a adquirir lo que aquel le ofrecía, y nada más. Comunicación de marketing integrada: uniéndola y haciéndola funcionar es el título del libro escrito por Lauterborn en 1993, que originó el cambio del modus operandi.

Hasta entonces, el marketing se había regido por factores internos, es decir, relacionados con el producto, con el empresario. A partir de ese momento, saltaron al campo de juego los factores externos, en especial el consumidor. La principal novedad de este nuevo esquema es que el cliente pasó de ser un actor pasivo a uno activo, muy activo, especialmente en el escenario digital.

Mercadeo Global - Álvaro Mendoza

El cliente ya no se amarra a las marcas: busca la que le dé lo que quiere.

En el pasado, los empresarios diseñaban productos atendiendo principalmente sus intereses particulares, sus gustos o sus caprichos. Luego, tenían que realizar la labor de difusión para captar la atención del consumidor, que igual no tenía mucho de dónde elegir. Si el precio se ajustaba a sus posibilidades, iba hasta el lugar donde se vendía ese producto y lo adquiría. Punto final.

Lo que se dio, después de que Lauterborn enunció sus postulados, fue, más que un simple cambio de roles o de hábitos, un transformador cambio de cultura. El propio consumidor se demoró algún tiempo en entender las nuevas reglas del juego y continuó subordinado. Es decir, no sabía cómo aprovechar ese nuevo escenario, no se había dado cuenta de que ahora él era el centro, el foco.

Porque esta, sin duda, era una nueva era. Un comienzo desde cero para todos los involucrados. Los empresarios/productores tuvieron que entender que su producto/servicio ya no era lo primero, que lo primero era el cliente, sus necesidades, ese dolor que le quita el sueño y la tranquilidad. La principal consecuencia de este nuevo enfoque fue la imperiosa necesidad de conocer al mercado.


El transformador cambio de cultura derivado de la irrupción de la revolución digital
puso al cliente en el primer lugar, como foco de todas las acciones de empresarios y
emprendedores. Internet lo empoderó y le enseñó cuál era su nuevo lugar.


El primer paso del quehacer empresarial, y más si se trata de un emprendedor, es preguntarse qué quiere, qué necesita, cómo lo necesita, para qué lo necesita y en qué condiciones lo necesita el consumidor. Y es imprescindible que establezca quién es ese consumidor. La vieja fórmula de dirigirse al mercado, al bosque completo, caducó: el nicho y el individuo son los protagonistas.

Y más desde que la tecnología hizo su irrupción, a finales de los años 90, con las más poderosa de las herramientas conocidas por el hombre: internet. Hubo que acomodarse a la audiencia global, derribar las fronteras de lo parroquial para pasar a un nuevo escenario: lo universal. Cualquier cliente, desde cualquier lugar del planeta, puede comprar cualquier producto, con solo un clic.

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El cliente sabe que es el centro de atención, y se lo disfruta.

Ahora, el consumidor investiga, compara, tiene mayor conocimiento de los productos y servicios, del mercado y de las marcas, como nunca antes. Ya no necesita ir al punto de venta, porque puede comprar desde el computador de su casa, desde el teléfono móvil. Y, algo muy importante, ya no se amarra a las marcas: busca la que mayores beneficios le brinde, la que satisfaga sus deseos.

Y en este punto entra en juego el as bajo la manga del consumidor: la experiencia. La calidad del producto es algo que se asume, es decir, se da por descontado que posee esta característica. El precio rara vez es decisivo, porque hay mucha más oferta que demanda. Entonces, dado que son las emociones las que inclinan la balanza, lo que cuenta para el cliente es la experiencia.

¿Cuál? La experiencia integral de compra. Cómo te das a conocer, cómo ofreces tu producto o servicio, cuánta confianza y credibilidad inspiras, qué clase de mensaje emites, con qué valores te identificas, cómo es el proceso de compra y, por supuesto, qué atención le prestas al cliente una vez compró. Cada acción del antes, del durante y del después tiene un peso específico.

Durante un siglo, el siglo XX, el consumidor era el último de la fila, poco menos que un cero a la izquierda. Su único rol era comprar. Hoy, gracias al trascendental cambio de cultura que se dio y a las ventajas que nos ofrece la tecnología, es el centro del mundo de los negocios. Todo cuanto hagamos y cómo lo hagamos debe estar enfocado en su bienestar, en su plena satisfacción.