Ir al odontólogo (y que me perdone mi hermana, que es una de ellas) es una de las actividades que, estoy seguro, la mayoría de los seres humanos evitaríamos si fuese posible. O saber que, aunque no estudiaste, el examen no se va a aplazar. O que el plazo que le pediste a tu jefe para entregarle la presentación que te pidió no se va a ampliar. “Más bien, apúrele”, te dice.
La vida está llena de momentos que no son agradables, pero que tampoco podemos evitar. De hecho, como el caso del odontólogo, se trata de males necesarios. Es decir, aunque no sean agradables, aunque cueste armarse de valor para cumplir con esas actividades, no hay opción. Lo irónico es que después, cuando disfrutamos el beneficios, entendemos el porqué.
Esto es algo que veo todos los días en el mercado, con empresarios, dueños de negocios y emprendedores de todos los calibres. Es decir, de los que ya están asentados, de los que tienen experiencia, de los que han tenido éxito y, sobre todo, de los que apenas dan los primeros pasos en esta aventura. Quizás sea porque, claro, es un mal necesario.
¿En qué sentido? En que a veces, muchas veces, los seres humanos solo aprendemos de los errores, después de haber cometido los errores. Sí, cuando la realidad acaba con las excusas, cuando los hechos desmienten tus disculpas, cuando tenemos que enfrentar las consecuencias de nuestras decisiones, de nuestras acciones. Sin embargo, creo que no es el camino correcto.
Es cierto que tengo mucho que agradecerles a los errores que cometí en el pasado, a los que cometo cada día, porque son una valiosa fuente de aprendizaje. Por supuesto, no es que me agrade cometer errores, no es que los cometa conscientemente: “voy a cometer este error a ver qué aprendo”. No, no es así, solo que los seres humanos no podemos evitar equivocarnos.
Aunque, hay dos situaciones que sí podemos evitar. La primera, cometer el mismo error varias veces. Eso significa que no hemos aprendido la lección que incorpora o, peor aún, que no tenemos interés alguno en aprender. Entonces, quizás lo has vivido, la vida se encarga de repetirlo una y otra vez hasta que, de tanto insistir, por fin le hagamos caso y aprendamos.
La segunda, cometer los mismos errores que otros cometieron y, además, acerca de los cuales nos han prevenido. “Hijo, no molestes al perro porque te va a morder”, “No hagas compras por internet en páginas no seguras porque puedes perder tu dinero” o “Adquiere hábitos saludables, o de lo contrario tu salud te lo va a cobrar”. Y ya sabemos en qué termina cada uno.
En marketing, sin embargo, dentro o fuera de internet, hay un error en particular que muchos cometen una y otra vez, que lo cometen a pesar de las advertencias que les hacemos. ¿Sabes a cuál me refiero? Específicamente, a aquel de no definir a tus avatares o, en su defecto, a hacerlo por cumplir, sin el compromiso, ni la dedicación que requiere esta importante tarea.
Una de las tareas más aburridas del marketing, que irónicamente es una de las más importantes, es aquella de definir tus avatares (¡sí, en plural!). Quizás por eso es que tantas personas la omiten y después lo pagan caro. ¿Cuántos son? ¿Cómo debo definirlos?
Definir los diferentes avatares es uno de los pilares del marketing. No importa a qué te dedicas, no importa si vendes un producto o un servicio, no importa si estás en internet o tienes un negocio físico. No importa si tienes experiencia o eres nuevo en el mercado, no importa si has logrado algunas ventas. Es un tema transversal, uno de aquellos no negociables.
¿Por qué? Porque, al ser un pilar de tu actividad, si no lo haces bien, si no lo haces o si lo haces solo por salir del paso y ponerle el visto a la tarea, tarde o temprano lo vas a pagar. ¿Cómo? En el momento en que te des cuenta de que no conectas con el mercado, de que tus mensajes no son recibidos por las personas adecuadas, de que los resultados de tus estrategias sean CERO.
Las abuelas solían decir “lo que mal comienza, mal termina”, una premisa que se aplica a la perfección al mundo del marketing y los negocios, dentro o fuera de internet. Y lo primero debe ser, debería ser, la definición de los avatares. Y seguramente notaste que no hablo del avatar, en singular, sino de los avatares, en plural. Sí, porque no es uno solo; son varios.
Mi amigo Carlos González, director de Marketing de Contenidos de MercadeoGlobal.com, me enseñó que, en total, son ocho (¡sí, 8!) los avatares que deberíamos definir. ¿Cuáles? El cliente ideal (1), el no avatar (2), el cliente masculino frío (3), el masculino tibio (4), el masculino caliente (5), el femenino frío (6), el femenino tibio (7) y el femenino caliente (8).
El problema, porque siempre hay un problema, es que nos quedamos con el cliente ideal, quizás porque es el soñado, el que todos anhelamos encontrar. Sin embargo, y seguramente ya lo sabes, también es el más escaso. De hecho, solo uno de cada diez (1 de 10) de los que tocan a tu puerta son clientes ideales; los demás son prospectos fríos que requieren trabajo.
Un cliente ideal debe cumplir con cuatro condiciones:
1.- Alguien que es accesible económicamente (puedo pagar lo que vale el proceso para convertirlo en cliente)
2.- Alguien que tiene una necesidad manifiesta y consciente y que, además, está dispuesto a pagar por una solución efectiva
3.- Alguien que en ese momento específico tiene la capacidad económica para pagar por esa solución (o, como mínimo, tiene cómo conseguir el dinero)
4.- Preferiblemente, alguien con quien ya tienes una relación establecida, alguien que ya confía en ti, alguien que sabe qué haces y entiende que lo puedes ayudar
Es una especie rara, que no abunda en el mercado. Lo normal, y se aplica igual a personas y empresas con recorrido y trayectoria que a un novato, es que te encuentras con clientes fríos. ¿Por qué? Porque el común de las personas no sabe que tiene una necesidad, no es consciente de ella, no ha procesado en su mente la idea de que debe buscar una solución definitiva.
Otro error común es que prácticamente nadie define su no avatar. ¿Sabes cuál es? Es aquella persona a la que no puedes ayudar, no al menos en este momento de su vida, o a la que por cualquier motivo prefieres no ayudar (quizás, un cliente tóxico). O, quizás, es una persona que no está dispuesta a pagar lo que vale lo que ofreces o es de las que lo quieren todo gratis.
Todos, absolutamente todos, deberíamos definir el no avatar. De la misma manera que todos, absolutamente todos, debemos definir el avatar masculino (el frío, en especial) y el avatar femenino. Eso de “mi producto/servicio es solo para mujeres” es una excusa que ha perdido peso, que no tiene justificación. La diferencia hombre/mujer cada día está más difusa.
Ir al odontólogo; o saber que, aunque no hayas estudiado, el examen no se va a aplazar, o que el plazo que le pediste a tu jefe para entregarle la presentación que te pidió no se va a ampliar, son situaciones incómodas a las que todos nos enfrentamos en algún momento. Y, aunque nos gustaría evitarlas, no podemos hacerlo. Definir el avatar es una actividad más de esta lista.
Ahora, la pregunta del millón: ¿quieres saber cómo definir tus avatares? ¿Definirlos bien? Este es uno de los temas transversales del evento IMPACTO & INFLUENCIA que realizaré del 3 al 5 de diciembre, en modo virtual. Lo podrás seguir desde la comodidad de tu casa o del lugar que elijas y con la compañía que más te agrade. Si quieres más información, haz clic aquí.
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