¿Rebelde? ¿Contestatario? ¿Provocador? ¿Atrevido? ¿Genio? Lo más probable es que la respuesta correcta sea ‘Todas las anteriores’ si hablamos de Bill Ackman. En el mundo de los negocios, y mucho más en el de las grandes ligas de las finanzas, es prácticamente imposible ser simpático, o caerles simpático a los demás, cuando se alcanza el éxito. Ackman, sin embargo, se pasa de la raya.
¿Eso qué quiere decir? Que son pocos, muy pocos, los que dan buenas referencias de este inversionista estadounidense nacido el 11 de mayo de 1966 y educado en la prestigiosa Universidad de Harvard. Creció en una familia de clase media y su padre era un corredor de hipotecas de bienes raíces en Nueva York. De ahí, seguramente, heredó la vena de los negocios y, claro, de los riesgos.
Aprendió los secretos del oficio empleado en Ackman Brothers & Singer, la empresa de su padre. Se encargaba de organizar y estructurar el capital y el financiamiento de la deuda para los inversionistas y desarrolladores de bienes raíces. A la par, cursaba un MBA en Harvard. Estuvo bajo la égida paterna mientras aprendió y luego alzó vuelo propio. Y fue, entonces, cuando conoció el mundo real.
En 1992, tan pronto terminó sus estudios, se independizó. Junto con David Berkowitz, su compañero en Harvard, creó un fondo de inversión al que llamaron Gotham Partners. Esa empresa fue su bachillerato (ya había cursado la primera en la empresa paterna) y la universidad, un aprendizaje en el que conoció la otra cara de la moneda, es decir, la derrota, la quiebra, el fracaso.
En el mundo de las finanzas, lo usual es que los novatos vayan de la mano de los experimentados, que les enseñan los secretos y los trucos que conducen al éxito. Ackman, sin embargo, se saltó esas etapas y ese afán lo llevó a darse un duro golpe contra el planeta. Con su habilidad y su astucia, con su atrevimiento, invirtió 3 millones de dólares que rápidamente se multiplicaron a 300 millones.
El suyo, sin embargo, era un imperio débil, un castillo de naipes que no tardó en derrumbarse. Fue producto de una jugada atrevida que salió mal: adquirieron un campo de golf con la intención de convertirse en una empresa constructora y administradora de estos lujosos escenarios. A la hora de la verdad, el proyecto no entusiasmó a los inversionistas y Ackman quedó con una gran deuda.
Se hace camino al andar
Ese traspié provocó que los multimillonarios que le entregaban su dinero para que lo rentabilizara perdieran su confianza en él. Le retiraron los recursos y el fondo tuvo que ser liquidado. Era la segunda vez que mordía el polvo del fracaso: mientras estudiaba en Harvard, invirtió sus ahorros en Alexander’s Store, una tienda minorista que desapareció del panorama a comienzos de los años 90.
Pero, si hay algo que caracteriza a Bill Ackman es que no sabe perder. O, más bien, que no admite la derrota. Cuando huele que el fracaso se avecina, enfoca sus esfuerzos en un nuevo proyecto y recupera las pérdidas; de hecho, las recupera y, además, atesora grandes ganancias. Esa es una razón por la cual no es muy bien visto en Wall Street, que considera sus métodos poco ortodoxos.
La década de los años 2000 fue de contrastes. La comenzó con abundantes litigios derivados de la liquidación de Gotham Partners, pues varios de sus accionistas tenían intereses en algunas de las empresas en las que el fondo invirtió. Inclusive, tuvo que acudir a los estrados judiciales a defenderse y, cómo no, salió bien librado: el fiscal general de Nueva York no halló delito en sus actuaciones.
Luego, creó Pershing Square Capital Management, una empresa que comenzó con una base de 54 millones de dólares y que, gracias al olfato de Ackman, lo multiplicó por miles. En efecto, él fue uno de los pocos, de los muy pocos, que avisoró la crisis financiera que se venía y que finalmente estalló en 2008. Tomó previsiones, reubicó inversiones y mientras otros quebraba, él se enriquecía.
Aunque fue presentado como un fondo concentrado de cobertura de corto y largo plazo, la verdad es que Penshing Square analiza cifras con una orientación de valor, investiga a profundidad y luego sugiere orientaciones a los inversionistas, que son los que toman las decisiones. Ese es el campo en el que Ackman se siente como pez en el agua, el que le ha permitido levantarse una y otra vez.
Sus críticos, que no son pocos, lo tildan de ser un especulador del mercado. Él, sin embargo, aclara que su filosofía consiste en intentar salvar las empresas que, a su juicio y a la larga, le brindarán beneficios al mercado y a la economía misma. Las detecta, asume el control, les inyecta el capital necesario para recuperarse y cuando logran salir a flote saca su tajada, una grande, una sola vez.
No se fija en las grandes empresas, sino en las medianas que cuentan con bajo apalancamiento financiero, es decir, que están urgidas de un salvavidas. Y él provee el adecuado, sin duda, y luego obtiene lo que buscaba. No es una esquema tradicional, no es algo que se aprenda en las aulas de las escuelas de negocios, no es bien visto por sus competidores, pero es algo rentable, muy rentable.
Otro de los temas en los que Ackman se sale de los libretos es en la forma en que escoge a sus empleados. Su estilo de reclutamiento es abiertamente diferente al convencional. Su prioridad, más que la formación académica o la experiencia, es el talento. Y ya sabemos que tiene buen ojo. Uno de sus primeros analistas bursátiles fue un jovencito que le sirvió de guía en un viaje de descanso.
Mientras pescaba, Ackman y el muchacho conversaban y pronto se dio cuenta de que tenía talento y olfato para las finanzas. No dudó en incorporarlo a su equipo. Cuentan también que alguna vez contrató a un profesor de tenis y a un chico que conoció en un taxi. Más allá de si esos episodios son ciertos o no, la verdad es que Ackman no encaja en el perfil convencional en prácticamente nada.
Quizás no sea el modelo que los emprendedores debamos seguir al pie de la letra. Sin embargo, su capacidad para levantarse después de caer, para reinventarse después de fracasar, para ver buenas oportunidades donde otros no aprecian valor, es algo que deberíamos considerar. También, su desapego por las empresas en las que invierte: apenas obtiene ganancias, se aleja de ellas.
Me llama también su capacidad para asumir grandes riesgos, con una convicción y una seguridad envidiables. Lo que más me agrada de este personaje, que resulta odioso para muchos, es que rompe moldes, derriba paradigmas, descree de las normas establecidas, fija nuevos estándares y nos enseña que a veces llevar la contraria es un buen negocio. Y él, sin duda, es un niño malo, muy malo…