Tengo que confesar que fue un arte que jamás puede aprender. No porque fuera algo difícil, sino porque me daba vergüenza. Sin embargo, me encantaba ver cómo mi madre la señora Julita, mi abuela y mis tías, principalmente, eran geniales. Salir de compra con ellas, lejos de lo que puedas pensar, era una experiencia divertida: ver cómo negociaban el precio me arrancaba carcajadas.
Hubo un tiempo, hace ya varias décadas, en el que este era un conocimiento que se transmitía de generación en generación. Cada familia tenía su estilo para regatear el precio de los productos que iba a comprar, y de esa habilidad dependía la economía del grupo. Era una época, claro, distinta a la actual, pues había muchos comercios en los que era susceptible solicitar (y lograr) descuento.
Dado que no había supermercados como los de ahora, los víveres se compraban en la plaza del mercado. Uno veía cómo llegaban los camiones cargados con los productos, que bajaban en bultos y los exhibían de inmediato. Estaban frescos, aún con olor a tierra, y cuanto más pronto se vendieran, mejor. Por eso, los vendedores estaban dispuestos a resignar un poco de sus ganancias.
Eran tiempos en los que el precio era el rey. Era el factor que decidía la transacción. Importaba más el precio que la calidad del producto: esta característica era secundaria, porque lo que realmente pesaba era si el comprador disponía del dinero necesario para adquirir el bien. Sin embargo, al precio, como al producto, le pasó su cuarto de hora y perdió el rol protagónico.
Quedó como actor de reparto. Por supuesto que sigue siendo importante, que es un factor que sirve para seleccionar el segmento del mercado al que llegamos. Si el precio de mi producto es de 5.000 dólares, tengo que saber que no voy a hacer ventas masivas, que tengo que enfocar la promoción en un nicho de élite. Es de la clase de productos/servicios denominados de alto valor.
Sin embargo, para el grueso del mercado, para ese universo en el que vive la mayoría de los consumidores, el precio es cada vez más algo relativo. Entre otras razones, porque en virtud de la creciente competencia, de las facilidades que nos brinda la tecnología al darnos la posibilidad de comprar algo que está al otro lado del mundo, los precios se estandarizaron, se nivelaron.
Productos y servicios que antes estaban lejos del alcance de la gran masa, ahora están disponibles a solo un clic de distancia. Y no solo por obra y gracia de la tecnología, sino porque sus precios se redujeron sustancialmente. Muchas marcas, inclusive, se dieron cuenta de que para seguir siendo sostenibles debían ser asequibles para muchas más personas, para el grueso del mercado.
El costo se representa en eso ‘de más’ que le incorporo a mi producto/servicio
y que lo hace claramente diferente, y mejor, que el de la competencia.
Algo irresistible para el mercado, algo que tú y solo tú puedes ofrecer.
Eso fue fruto del proceso de transformación, de creación de una nueva cultura. Hasta que llegamos al escenario actual: el precio sigue siendo un factor importante, pero lo que realmente marca la diferencia es cómo aquello que ofrecemos, un producto o un servicio, satisface una necesidad apremiante del mercado, llena (o no) las expectativas que se había creado el cliente.
Si conseguimos convencer al cliente de que eso que le vendemos es justamente lo que busca, es lo que solucionará su problema, es lo que mejorará su vida, el precio pasa a un segundo plano. Pagará lo que se le pida, sin importar si eso significa hacer un esfuerzo adicional, o extraordinario, de su parte. Si el beneficio que recibe a cambio de su dinero es lo que requiere, paga lo que sea.
Es lo que llamamos el costo del producto/servicio. No se refiere al precio, ya lo sabemos. Está relacionado con la ecuación del beneficio que recibimos a cambio de aquello que le ofrecemos al cliente, y de los beneficios que el recibirá a cambio de su dinero. En otras palabras, el margen de ganancias se extiende ahora como las acciones que se desprenden de la satisfacción del cliente.
¿Por ejemplo? La fidelización. En el pasado, lo más importante después del producto era el precio, porque ahí finalizaba la transacción, porque no había relación. Hoy, en virtud del cambio de los roles y de los hábitos, el precio pasó a un segundo plano porque lo que en verdad nos interesa es que esa compra sea solo el comienzo de una relación de beneficios mutuos muy duradera.
El costo, entonces, es más importante que el precio. Tiene que ver no solo con la satisfacción del cliente, sino también con las facilidades que le brindamos para comprar, con el tiempo que invierte en la compra, con los beneficios que soportan su decisión a la hora de elegir nuestro producto, y no el de la competencia. Menos tiempo y menos esfuerzo significan mayor costo.
El costo se convierte en algo muy atractivo para ambas partes cuando la satisfacción del cliente es tal que sigue largo tiempo a nuestro lado y nos compra más veces, y a mayor precio. También, cuando se transforma en un evangelizador de la marca y del producto. Es el fruto de una relación positiva para ti y para tu cliente, un enriquecedor intercambio de beneficios, ¡un gran negocio!