La revolución digital nos ha brindado enormes e increíbles beneficios a quienes hacemos negocios, en especial a los pequeños emprendedores. Durante décadas, eso de ser empresario fue un sueño lejano para quienes no contamos con los recursos, principalmente los económicos, ni la infraestructura para competir en un mercado diseñado a la medida de los más grandes.
Sin embargo, la irrupción de internet redundó en que el conocimiento, las oportunidades y las herramientas quedaron al alcance de todos, de cualquiera. También significó que necesitamos aprender una nueva forma de hacer los negocios, de comunicarnos con el mercado y, claro está, de entregarle al mercado aquello que le ofrecemos. Hubo que replantear todas las estrategias.
Antes, en el pasado, en el siglo pasado, el contacto con el cliente era mínimo: a lo sumo en el momento de concretar la venta. Y salvo que se tratara de un cliente frecuente, de esos que visitaban nuestro negocio repetidamente, poco o nada sabíamos de él. Y, vale decirlo, tampoco nos interesaba saber de él: nos bastaba con que comprara aquello que teníamos a su disposición.
El esfuerzo del empresario (productor) se concentraba en crear un producto atractivo e informarle al mercado que lo tenía a la venta. Para ello, utilizaba los medios convencionales: avisos en radio, en prensa y, en el caso de los grandes empresarios, la televisión. Algunos le apuntaban a lo que llamamos el volanteo (repartir volantes) y no pocos se mantenían vigentes con el puerta a puerta.
Era un panorama que podemos describir como en blanco y negro, con algunos matices grises. A mi juicio, aburrido y monótono. Hasta que llegó internet con su amplia paleta de colores y dibujó un nuevo escenario. Multicolor. Lleno de emociones, de increíbles experiencias enriquecedoras y, lo mejor, con un ilimitado abanico de oportunidades y aprendizajes para todos, para cualquiera.
En los años 60, cuando Jerome McCarthy enunció la teoría de las ‘4P’ del marketing, nos habló de Plaza (distribución) como una de las variables importantes para alcanzar nuestros objetivos. Era ese lugar del mundo en el que tenías contacto directo con tu cliente. Y decía que tenía que ser algo agradable, llamativo, acogedor. Un sitio (físico, claro) que lo invitara a regresar pronto.
Con la revolución digital, el concepto evolucionó. Ahora, el cliente está presente todo el tiempo, desde cualquier lugar, a cualquier hora. Es posible que no tengamos contacto físico con él, que jamás tengamos contacto físico con él, pero la magia de la tecnología nos brinda la posibilidad de establecer una relación, cuyos cimientos están sustentados en el intercambio de beneficios.
La primera tarea, entonces, es saber dónde está nuestro cliente en esa inmensa aldea global. Y no solo en el aspecto geográfico, sino en el digital. Conocer con exactitud dónde está nos permite saber qué canales debemos emplear y también podemos diseñar las estrategias adecuadas para llegarle, llamar su atención, conquistar su corazón y transformarlo en un cliente habitual.
Tu tarea como emprendedor consiste en garantizarle al cliente no solo la solución
a su problema, sino también una experiencia de compra placentera, rápida, segura,
cómoda e innovadora. No solo un lugar, sino un escenario amigable, cómodo.
Esta es una información muy valiosa porque nos sirve para conocer sus hábitos, en especial los de compra, así como sus gustos, sus valores, sus creencias, sus miedos. Datos y más datos valiosos. Datos suficientes para construir una poderosa estrategia de marketing que redunde en una experiencia satisfactoria para el cliente, una que, sobre todo, satisfaga su necesidad apremiante.
Al hablar de distribución, McCarthy se refería a la capacidad de las empresas de poner a disposición de los clientes aquello que producían. Instalar puntos de venta cercanos, atractivos, con el fin de evitar largos desplazamientos y hacerlo sentir bien. Sin embargo, con el tiempo este concepto quedó limitado a la entrega del producto, casi exclusivamente a la logística.
Hoy, en cambio, entendemos la conveniencia desde dos ángulos fundamentales. Uno, la accesibilidad. Consiste en los esfuerzos que hacemos, en las estrategias que diseñamos y ponemos en marcha con el fin de poner al alcance del cliente aquello que ofrecemos (producto/servicio). Esfuerzos que, lo sabemos, se llevan a cabo a través de múltiples medios, físicos y digitales.
Algunos creen que basta con pagar publicidad en Facebook o Instagram, o emitir mensajes a través de Twitter, o abrir una página web en la que esté la información básica de quiénes somos y de qué hacemos. Si fuera así de fácil, cualquiera vendería millones en minutos, pero no es así. Más allá de estar presente en donde está nuestro cliente, necesitamos saber entrar a su corazón.
Ese es el otro sentido de la conveniencia: la clave del éxito radica en darle lo que necesita. Las características del producto y el precio quedan relegadas, porque lo que realmente importa es acabar con ese dolor que le quita el sueño y el roba la tranquilidad. Y no basta con tener la solución perfecta: hay que hacer que el cliente tenga acceso a ella, de manera fácil y rápida.
La conveniencia es la sumatoria de varios factores que son determinantes no solo para cerrar la venta, sino especialmente para establecer y fortalecer la relación con el cliente. Así nunca lleguemos a conocerlo en persona, nuestra obligación es brindarle un escenario (plaza) amigable, amable, en el que se sienta cómodo. En otras palabras, que viva una experiencia inolvidable.