En la niñez y la adolescencia, una de las actividades que más me agradaban era visitar la casa de los abuelos. Era un lugar lleno de amor, de paz, de tranquilidad y, lo que más me gustaba a mí, de buenas historias. El abuelo Leonidas fue el primer emprendedor de la familia, el que sembró la semilla que luego germinó en las siguientes generaciones y de la cual, sin duda, yo me contagié.

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El abuelo había nacido en las primeras décadas del siglo XX, cuando el mundo era muy distinto al que, por ejemplo, viví en mis años de juventud. Las ciudades estaban lejos de ser las urbes de concreto que son hoy y no había atascos de tráfico, ni excesos de ruido, ni contaminación. La vida era tranquila, apacible, y a pesar del trabajo que se realizara había mucho tiempo para disfrutarla.

Eran épocas en las que acaso el único lujo que las familias podían darse era el de tener un radio, de esos grandes que incorporaban un parlante que con el paso del tiempo solo emitía sonidos distorsionados. Nada de televisión y, en casos muy excepcionales, se contaba con línea telefónica. Eran épocas en las que todos los vecinos se conocían por su nombre y era difícil guardar secretos.

Se convivía con la naturaleza, se apreciaba la belleza del amanecer y la majestuosidad del atardecer, o de la noche iluminada por las estrellas. Las mejores tonadas eran las que cantaban los pájaros y los niños no gozaban de las libertades de hoy, pero tampoco corrían los peligros que los acechan en el presente. Era una vida distinta, en la que ser feliz no era tan difícil como lo es ahora.

De eso era, precisamente, de lo que me hablaba el abuelo cuando lo visitaba. De niño, mientras él estaba reclinado en su silla mecedora, de madera clara, yo me sentaba en sus piernas y con juicio, en silencio, escuchaba sus historias. El abuelo era un gran contador de historias, lo que hoy se conoce como storyteller, y como era un hombre culto las enriquecía con un vocabulario elegante.

Pasábamos horas así. Cuando crecí y ya no era prudente sentarme en sus piernas, lo acompañaba en una silla que él mismo eligió para nuestras conversaciones. Me relataba cómo habían sido los comienzos de su empresa, recordaba perfectamente los nombres de sus clientes, me contaba cómo fue su primera venta y se conmovía hasta el llanto hablando de sus queridos empleados.

Quizás sin que lo percibiera, fueron esas conversaciones con el abuelo las que sembraron en mí la semilla del emprendedor que despertó años después. De niño, recuerdo, soñaba con ser como el abuelo, quería crecer rápido para seguir sus pasos, para trabajar en la empresa familiar, para estar a su lado. Luego la vida me llevó por caminos diferentes, pero la influencia del abuelo fue crucial.

Una de las enseñanzas que me marcó, y que jamás olvidaré, es que “los clientes son como gotas de agua: todos son parecidos, pero no hay dos iguales”. Esa era una premisa que él aplicaba en su negocio y no solo con los clientes, sino también con sus empleados. Los conocía muy bien a todos, porque los observaba detenidamente, porque les preguntaba mucho, porque los apreciaba.

“Cada cliente, Álvaro, es como la primera novia: no importa que después vengan otras más, la primera siempre es especial”, me decía. A lo que se refería el abuelo era a que no podemos cortar a todas las personas con la misma tijera, porque no hay dos iguales. Cada una tiene algo que la hace especial y única, y el abuelo tenía una rara habilidad para detectarlo y sacarle provecho.

Con el paso de los años, descubrí que las palabras del abuelo estaban cargadas de sabiduría. Por un tiempo las olvidé y, contrario a lo que él me había enseñado, trataba a todos mis clientes por igual. Después, algunos daban un paso al costado y se alejaban sin saber cuál era el motivo. Solo entendí cuando uno de ellos me dio una explicación: “me tratas igual que a todos tus clientes”, se quejó.

Al comienzo, porque estaba molesto, no percibí el mensaje. Fue después, cuando me calmé, que recordé las palabras del abuelo y las empaté con la reacción de aquel cliente. Y, por supuesto, tenía razón: estaba concentrado en ganar dinero, en vender, y me había despreocupado de lo que en verdad es importante, de la relación con mi cliente, con cada uno de mis clientes en particular.


Mercadeo Global - Álvaro Mendoza

Entender que no hay dos clientes iguales nos ayuda a evitar costosos errores.


De la misma manera que no hay dos gotas de agua iguales (aunque todas sean parecidas), no hay dos clientes iguales. Esa fue una valiosa enseñanza que le aprendí al abuelo, el mismo que sembró el mí la semilla del emprendimiento. Sabiduría que debemos aplicar en la vida y en los negocios.


¿Por qué te cuento esta historia? Porque hace unos días, durante una sesión de preguntas en uno de los grupos de mastermind que dirijo, un cliente, literalmente, alzó la mano y pidió auxilio. Nos contó que estaba desesperado porque ninguna de las estrategias que había implementado en los últimos meses había dado resultado y, lo peor, sus clientes se alejaban en vez de sumar nuevos.

Después de varias preguntas y contrapreguntas, y gracias a la participación de otros miembros del grupo, llegamos al origen del problema: les daba el mismo tratamiento a todos sus clientes, a los que ya le habían comprado una o varias veces y a los que estaba en proceso de atraer. Es decir, a los prospectos fríos, a los calientes y a los clientes de vieja data. Y todos se sintieron incómodos.

Este es un error muy común hoy en los negocios, dentro o fuera de internet. Se nos olvida que tratamos con personas, con seres humanos, y que lo importante es la relación de confianza y credibilidad que debemos establecer. No los podemos tratar como si fuera un número, o peor aún, como un cero a la izquierda. La premisa es hacerlos sentir importantes, valorarlos.

Cuando esta persona me contó que para ella “todos los clientes son iguales, lo único que los diferencia es cuánto me pagan”, entendí que había un problema serio. Fue, entonces, cuando recordé las historias del abuelo y se las relaté. Al terminar, aquel cliente estaba apenado porque se dio cuenta de su error. Nadie, a lo largo de su trayectoria, le había enseñado esto.

Una de los dificultades para quienes hacemos negocios en el siglo XXI es que tenemos que lidiar con clientes que pertenecen a varias generaciones. Los baby boomers, generación X, mileniales y, ahora, la generación Z o centeniales. Cada grupo es distinto y dentro de cada grupo hay sectores que son claramente diferenciables. Y esa es una realidad que no podemos desconocer.

En el pasado, hacer negocios consistía en llevar a cabo una transacción económica, el intercambio de un bien o un servicio por dinero. Hoy, mientras, como mencioné se trata de una relación entre dos seres humanos en la que el producto/servicio y el dinero pasaron a un segundo plano. Lo realmente importante es el beneficio, en la transformación que lo que ofrecemos le brinda al cliente.

Para estar en capacidad de darle justamente lo que necesita, debemos aplicar la premisa surgida de la sabiduría del abuelo: “los clientes son como gotas de agua: todos son parecidos, pero no hay dos iguales”. Más que la personalización de las estrategias, se trata de la personalización de la experiencia, que el fruto de la relación contigo sea mayor de lo esperado, un valor mayor al precio que pagó.